Transgredir: “ir más allá” “sobrepasar” “atravesar”. En sí mismas estas palabras no parecen amenazantes, incluso pueden relacionarse con algo alentador y positivo. Otra cosa sucede con ellas cuando se relacionan con la norma establecida, la costumbre; entonces significado y sentimiento cambian drásticamente de posición; saltarse la norma, ir contra la norma. Por tanto el que transgrede es un rebelde, un transgresor de lo común y socialmente establecido y admitido por todos. Al transgresor se le castiga porque puede poner, o pone, en riesgo la estabilidad del sistema social, ético, político y religioso; aun peor cuando ataca la estructura de poder.
Pero la transgresión, sin embargo, en este caso, tiene fuerza liberadora para avanzar en el progreso cuando el transgresor toma consciencia de la vaciedad que, con el tiempo, produce la rutina de la costumbre; de la extenuación paulatina a la que es sometida la creatividad; de la esclavitud a la que la norma, diosa del orden y las relaciones, anquilosada y enquistada ya, puede someter al ser humano cuando ha llegado a carecer de sentido. La transgresión entonces actúa inconforme, como revulsivo que busca depurar lo que se ha convertido en accesorio, en banal; denuncia, desenmascara y pone en evidencia... al mismo tiempo manifiesta lo esencial para superar la robotización y muerte de la cultura o la práctica religiosa.
Jesús de Nazaret fue un transgresor en este sentido, y como tal fue tratado por las instituciones, por los guardianes de la ortodoxia y la costumbre, establecida como norma social para el buen funcionamiento del sistema; para colmo de males, la cosa se complica cuando se supone que dicha norma viene directamente de Dios ¿Quién puede atreverse a cuestionar a Dios o aquello de lo que decimos procede de él y nos ha sido dado para custodiarlo y preservarlo en su pureza, libre de contaminación? Jesús fue un transgresor, pues no solo transgredió la norma sino que además se contaminó con aquellos otros transgresores condenados y excluidos por ella. Para los guardianes de la pureza Jesús también mereció la condena, y así fue hecho.
A nosotros, hoy, no nos extraña verle hablando nada menos que con una mujer, samaritana, y para más impureza, inmoral según la norma; tampoco, a diferencia de sus discípulos, nos extraña su transgresión, incluso la alabamos. Y es que esa transgresión solo buscaba el encuentro, despreciando los prejuicios, dejando a un lado la norma, porque a él solo le importaba, y le importa, la persona, “no está hecho el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre”, dirá en cierta ocasión; así se lanza y le ofrece su Agua, agua de Vida, y vida en abundancia, eterna, porque el agua de ella no sacia. Tampoco hay reproches por parte de Jesús, solamente constatación de una realidad; aun así la trata como lo que es, una persona, merecedora, como todas, más allá de la condición o pensamiento, del don de la acogida, del restablecimiento, de la misericordia. El agua de él no corre por estrechos cauces ni brota de pozos antiguos, su agua corre por torrentes incontenibles y brota inagotable a borbotones por todas partes empapando cualquier corazón que se atreve a colocarse en su camino.
En cambio nos extraña y nos repele hoy la transgresión de la norma, porque para muchos está antes ésta que la propia persona, o lo que es lo mismo, le hemos hecho esclavo del sábado. Nos repele cualquier cosa que pueda poner en riesgo la pureza de lo que creemos inamovible y venido directamente de Dios; como antes. Así también, como guardianes de la divina norma y del orden por la mayoría admitido, estamos prontos a condenar y excluir, a levantar maderos para colgar, sin escrúpulos, a todos y todas aquellos transgresores que consideramos impuros, equivocados, excluidos del mismo Dios, sin darnos cuenta de que no estamos para levantar cruces sino para bajar crucificados.
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