martes, 20 de septiembre de 2016



Llegan solas,
sin llamarlas,
estremeciendo la calma,
sobresaltando la vigilia cotidiana
y convirtiéndola en ánima que sube y se evapora.
Ráfagas de viento enfurecido
que desnudan y liberan esa conversación que es el ser humano.
Cataratas de cotidianas ideas,
pensamientos y deseos
resonando sobre el cauce del río que nos lleva.
Torrente de paisajes interiores
que inundan las horas y los días,
los meses y los años
de anhelos y deseos sobresaltados.
Son ellas,
las palabras.
Palabras creadoras.
Palabras que liberan,
palabras encarnadas que sanan la vida y la memoria.
Palabras.
Benditas palabras

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miércoles, 17 de septiembre de 2014

DIOS, MISTERIO DE AMOR QUE NO CESA


Cuán lejos está Dios, seguramente, de las imágenes que de Él inventamos y adoramos, incluso. Cuán lejos está Dios, seguramente, de las catedrales y las doctrinas, que no amparan la existencia y dignidad humana, abriendo al ser humano el verdadero camino de salvación. En verdad ¿podría yo confiar en otro Dios que no sea el Dios de la misericordia y amor, eternamente recurrentes? ¿Puedo aceptar a otro? No. No podría, sería idolatría. Solo al Dios Misterio de amor que no cesa, me confío. Dios pródigo que se prodiga amoroso hasta el punto de hacerse como yo, igual a mi; como tú, igual a ti; igual a todos; carne sujeta a finitud. Solo en ese Dios creo. Dios solidario con su criatura en esta historia única que nos posee. Solo ese Dios pródigo puede hacer algo así; y lejos está su presencia de templos y doctrinas limitantes.

Dios que se derrama sin medida en mi, a pesar de mi; en ti, a pesar de ti. Dios que confía en nosotros, a pesar de nosotros, hasta el punto de hacernos partícipes de su querer salvífico. No le condiciona ni mi limitación ni la tuya, por el contrario, nos ama más aun, porque sabe que solo el amor puede sanar al hombre viejo y reconstruir al hombre nuevo, plenamente, arrancándole así de la finitud limitante. Nos ha hecho mediadores de sí mismo. Mediadores de la liberación que Él mismo nos ofrece. Y todo porque no puede sino amar eterna e incondicionalmente.

¿Cómo orar, entonces, a un dios castigador? ¿Cómo confiar en un dios que eternamente me vigila, apuntando mis errores para sopesar, al fin de mis días, si merezco o no su favor? ¿Cómo puedo abrazar a un dios que calma su ira y logra satisfacerse con el derramamiento de sangre inocente? No, me es imposible.

No creo sino en ese Dios pródigo, locura y Misterio de amor que solo puede amar sin medida. Ese Misterio, al que unos llamamos Dios y otros niegan, y ante el que unos y otros, creyentes o no, estamos imposibilitados, me invita y penetra mi realidad hasta abismos que ni yo mismo conozco. Así, también misteriosamente, le siento, aun sin saber, en instantes en los que todo parece detenerse en el oscuro desánimo, pues una brisa de amor indescriptible me envuelve. Entonces todo se diluye y se hace parte de ese amor inundante e inexplicable. Entonces solo alcanza mi boca a decir, gracias, gracias, gracias. Todo lo demás guarda silencio.

Solo ese Dios pródigo, Misterio de Amor insondable, puede hacer que tú y yo, yo y tú, todos, podamos creer en la vida y la esperanza, en el futuro cierto, pues si no es en Él, todos y cada uno estamos condenados, estúpidamente y por nosotros mismos, al infierno del sinsentido y de la nada. ¿Qué vamos a dispensar nosotros, cristianos, entonces, como sugiere el apóstol Pablo, si ponemos la confianza en el miedo y desde él queremos, no obstante, proclamar salvación y vida? No es posible servir a dos señores. Solo salva el Amor, no el miedo ni los preceptos; y ese Dios Misterio de Amor, es solamente eso, Amor; el Amor de la cercanía y la ternura, del abrazo y la sonrisa, el amor que libera.

Por tanto, el pecado está en perder la confianza, desconfiar de ese Dios y dar culto al Señor del miedo y del castigo, pues ese dios no es sino proyección de nuestras propias necesidades y frustraciones.


Rvdo. Juan Larios Leer más...

jueves, 11 de septiembre de 2014

COMENZAMOS, CON ESTA ENTRADA, UNA SERIE DE REFLEXIONES TEOLÓGICAS



I. ENCUENTRO CON EL MISTERIO


Bajo un olivo, protegido por su sombra apacible, como aquél que los atenienses recibieran de Atenea, tal vez porque prefirieron las artes y la filosofía al oficio de los mares; o como aquél otro que sirvió de apoyo y cobijo, en aquellos decisivos y duros momentos, al Dios que no quiso serlo para vivirse en la expresión de su propia imagen, convirtiéndose así en imagen y semejanza de si mismo, pobre, impotente y limitada por la finitud que impone la humana existencia; para vivirlo todo, experimentarlo todo, hasta esa realidad, incluso, que por naturaleza le es contraria e imposible. Ahí, bajo el olivo, símbolo de resurrección y de esperanza, olivo suyo y mio, escucho y siento el latir de ese corazón que se dice en todo cuanto me rodea. Él y yo, yo y Él, abrazados en la inmensidad inabarcable de los azules y verdes, ocres y amarillos crepitantes, que danzan al unísono en esa inmensa paleta llamada tierra. Ahí me aferro a su presencia irrefutable, como el recién nacido se aferra al latir del corazón de quien le ha traído a la vida; y entablo un cordial diálogo de emociones y sentires que liberan, sanan y reconvierten mi existencia transponíendola por instantes. Como si todo aquello que desconozco se hiciera presente por momentos, haciendo palpable solo ese amor inmenso derramado en un instante. Entonces me gustaría detener el tiempo para siempre, pero su mirada no deja germinar mi egoísmo y el día avanza imparable.

Todo me habla de su amor incondicional y libre, amor en gratuidad absoluta. Su Verdad insondable se dice, no obstante, y a modo de guiño provocador, en cada destello de creación; y de forma irrevocable en el Ser Humano; a pesar de él. Él ha salido de sí derramando su interior en cada uno de nosotros para hacernos capaces de nosotros mismos y capaces de Él. Él en nosotros, nosotros en Él, un todo que de su plenitud participa.

¿A caso yo desaparezco, entonces? No, todo lo contrario; me reafirmo en mi realidad. Soy más yo cuanto Él se dice más en mi. Por esto puedo, aunque solo sea, intuirle; hablar con Él, hablar de Él, íntimamente, aunque de forma torpe y limitada. Más aun, siento que lo vivo por momentos con la intensidad desbordante que produce su abrazo cálido y lleno de ternura. Está conmigo, lo intuyo y lo presiento. Él es, y no otro, el camino de mi plenitud y de la tuya, de mi realización y de la tuya; la explicación de lo que soy y lo que somos; encontrarle a Él en mi, para encontrarme, saberme y conocerme; para poder mirarme y mirarte a ti, como eres, y aceptarte; para poder decirnos como real y esencialmente somos.

Por esto, la mejor y más santa adoración, la oración perfecta, anda lejos de la hueca palabrería que se repite, pues es “ser (o intentar ser) lo que realmente somos, reflejo del amor de un Dios que se despoja de sí mismo para que seamos, indiscutible e irreductiblemente, realidad total de su amor derramado”; y esto, incumbe toda nuestra vida. Por tanto, ese amor es esencia constitutiva de lo humano. Por ese amor, el Ser Humano es realidad consciente y trascendente, un querer ser continuamente; realidad inacabada que anhela acabamiento; nunca clausurada; algo mucho más que polvo. Por ese amor, afirmo que jamás volveré al polvo, aunque el discurso en el que me digo se destruya; pues cada uno de nosotros somos radical y realmente otra cosa con respecto al abismo de la Nada. Somos polvo, si; pero también intimidad de un Dios que se dice en nosotros, y a Él nos volveremos en algún momento, en diálogo nuevo y eterno.

Así, como ya dijera alguien hace tiempo, llegamos a ser y somos teología y predicación del Misterio, pues en cada uno de nosotros Dios se dice y nos dice acerca de si mismo.

Rvdo. Juan Larios
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jueves, 30 de enero de 2014


A PROPÓSITO DEL TEXTO DE Lc. 22:24-30

Es indudable que el compromiso y acción fundamental de la iglesia, a lo
largo de toda su historia, ha sido y es “proclamar las Buenas Nuevas de
salvación”, el Reino o reinado de Dios. Pero también es indudable que esta
proclamación ha estado, por regla general y tristemente, infectada por las
conductas poco evangélicas de los propios mensajeros y servidores de la
causa. Sin embargo, y a pesar de todas estos inconvenientes, el Evangelio se
ha ido abriendo paso y ha ido germinando en todos los lugares de la Tierra.
Esta búsqueda de espacios siempre nuevos y diferentes y esta
“germinación”, han dado lugar a una realidad extraordinariamente rica y
variada, especialmente en lo que a formas eclesiales de expresión y vivencia
de la fe se refiere. Desgraciadamente, lo que en un principio debió ser motivo
de alegría y motor de una mejor convivencia entre las diferentes familias
cristianas, se ha convertido a la postre en un profundo, triste y peligroso,
inconveniente, dando lugar a multitud de desacuerdos, enfrentamientos y
luchas internas; y, finalmente, a la división. Hemos roto, de esta manera, una
de las dádivas más preciadas que el Señor nos ha dado: la comunión
(Koinonía), sin la cual el cristianismo se convierte en una religión deficiente y,
cuanto menos y para muchos, “sospechosa”.
Aun así, y a pesar de ello, la misericordia y fidelidad de Dios, que está
por encima de nuestras torpezas, limitaciones y pecados, ha hecho y sigue
haciendo posible el crecimiento de ese Reino anunciado y traído por Jesús al
mundo. Y hoy, la iglesia, en su pluralidad, sigue anunciando y proclamando ese
Reino por toda la Tierra, sorteando grandes obstáculos surgidos no solamente
dentro de su propio tejido sino también fuera de él y que emergen como
auténticos desafíos, tanto para la proclamación del Evangelio como para la
propia autocomprensión de la Iglesia. Son muchos los obstáculos a que nos
referimos: los diferentes contextos culturales, la tan temida secularización, el
propio pluralismo cristiano, el pluralismo religioso, los modelos de iglesias
emergentes; y la proliferación, porqué no decirlo, de un amplio abanico de
grupos pseudocristianos y sectarios que apelando a los sentimientos engañan
el corazón de mucha gente necesitada y de buena fe.
Entre estos desafíos, quizás el más llamativo y provocador sea el
crecimiento de la implacable secularización (secularismo) de la ciudadanía;
realidad que pone en entredicho la importancia y necesidad de la propia fe y
ofreciendo una nueva forma de construcción y realización de la persona que ya
no necesita ni tiene en cuenta la realidad de Dios; es más, incluso la considera,
como apuntan algunos de sus más significativos “gurús” (S. Hawking, entre
otros) una gran “estupidez peligrosa”. Hay que decir también, en honor a la
verdad, que en muchos sentidos les hemos dado razones más que suficientes
para ello.
No es un secreto para nadie y fruto, entre otras cuestiones, de este
planteamiento, la gran cantidad de personas en el mundo que abandonan la
Iglesia por no considerarla ya ni relevante ni digna de credibilidad y
efectividad. Insisto en esto: motivos más que suficientes hemos dado para
ello.
De ahí que, desde este lado de la mesa, muchos y muchas cristianos y
cristianas de a pie, tanto sacerdotes, como pastores y laicos, creamos en la
necesidad y urgencia de un compromiso ecuménico serio que, al menos y en
principio, trascienda los protocolarios encuentros anuales y nos ayude a
descubrir la necesidad de hacer realidad esa tan ansiada unidad visible de la
Iglesia. Las implicaciones de este compromiso van mucho más allá de lo
puramente eclesial y religioso; tienen que ver también, y en gran manera, con
la construcción de un mundo mucho más humano, más justo y mas equitativo;
y esto no es de poca importancia, o no debería serlo porque está anclado en la
misma esencia del Evangelio de Jesús.
Esta unidad, lo queramos o no, incluso la neguemos, es una realidad que
ya viene dada; está clara e indiscutiblemente expresada a lo largo de todo el
Nuevo Testamento, y, de manera muy concreta y hermosa en la oración
sacerdotal de Juan 17. Pero para que esta unidad llegue a ser realidad visible,
hemos de empezar por doblar las rodillas; practicar, en primer lugar, un
necesario ejercicio de humildad, tanto con los demás como con nosotros
mismos y con el Señor, reconociendo, por mucho que nos duela, que todas las
iglesias cristianas forman parte indiscutible de la Iglesia “una, santa, católica y
apostólica”. Esto, evidentemente, se convierte también hoy en un auténtico
desafío, teniendo en cuenta las múltiples peculiaridades y diferencias de cada
iglesia en lo que a doctrina y eclesiología se refiere; en ningún caso debería ser
un “obstáculo insalvable” como suele afirmarse desde muchos ámbitos
cristianos, para conseguir la unidad. No debemos ni podemos clausurar
nosotros aquello que ni Dios mismo ha clausurado.
La unidad de la Iglesia es voluntad de Dios, es querer de Dios, porque,
entre otras cosas, es y debe ser signo y sacramento de la mismísima unidad y
comunión del Dios trino en el que decimos creer y que quiere, a su vez, reunir
a toda la creación y a toda la humanidad en una misma comunión bajo el
señorío de Cristo. Toda la Iglesia tiene la misión de contribuir a este objetivo y
está llamada a proclamar y manifestar la misericordia y el amor de Dios al
mundo, y para ello es indispensable el testimonio de la unidad.
Por desgracia nuestro egoísmo ha hecho que este mundo creado por Dios
y al que él tanto ama, esté lleno de despropósitos, de tragedias y de dolor;
esto exige un compromiso serio y en unidad de todos los cristianos y cristianas
de este mundo. No podemos ni debemos dar la espalda a esa realidad que
destruye sin pudor la obra de Dios. La Misión de Dios es salvar la creación y
nuestro objetivo, como he dicho, no es otro que contribuir a su designio, por
tanto Misión e Iglesia van irremediablemente unidas.
Una de las formas indispensables para expresar ese compromiso es
obviamente el servicio (Diakonía). Por medio del servicio la Iglesia manifiesta y
hace realidad el propósito de Dios y se convierte en instrumento de su misión.
En Cristo la iglesia está llamada a promover el servicio por encima del poder
de dominación para que la vida plena sea una realidad para todos y todas. El
servicio (como hemos escuchado en la lectura del evangelio) está por encima
de cualquier interés personal, eclesial, político o económico. De no ser así la
acción no puede llamarse cristiana.
El servicio favorece la vida, la construye, la ilumina y le da sentido; obra
cambios importantes, transforma tanto a las personas como las situaciones;
esto hace que el Reino sea una realidad en la vida de todos y todas,
especialmente en la de aquellos y aquellas que ya han sido desprovistos hasta
de lo más necesario, incluso la voz.
El servicio también es instrumento común de empoderamiento de los
más desfavorecidos, por consiguiente, a través del servicio debemos
esforzarnos por hacer presente el amor de Dios y transformar aquellos
sistemas, religiosos, políticos o económicos que destruyen la dignidad de la
persona y hasta la propia vida. No solo consiste en proporcionar beneficencia,
alimentando así en muchos casos una falsa idea del amor, sino que tiene que
dar lugar a una verdadera transformación humana y social, a una auténtica
conversión.
Tengamos en cuenta que el propio Papa Francisco llama a estas
economías y políticas auténticas armas que matan (Evangelii Gaudium)
Estamos llamados a la transformación de las conciencias y las estructuras en
realidades de realización y plenificación de lo humano. Si somos conscientes de
esto podremos llevar a cabo importantes cambios, pero debemos aclarar, en
primer lugar, quienes somos, y, en segundo lugar, cual es nuestro objetivo.
Y para aclararnos, lo primero es dejarnos transformar por el Dios de la
Vida; que él remueva todo nuestro ser, nuestro pasado y reubique nuestro
presente, nuestras diferencias y enfrentamientos y nos despoje de los miedos
antiguos, de los egoísmos y sobre todo, de la tan dañina indiferencia de los
unos para con los otros.
Lo primero que obtendremos será la capacidad de servicio mutuo y
común, la actitud del que siendo el primero se coloca en último lugar; la
misma actitud que tuvo Jesús al lavar los pies a sus discípulos; reconciliando y
perdonando sus limitaciones, reconciliándonos y perdonándonos los unos a los
otros. Será por tanto a través de este don que podamos crear un verdadero
espacio de encuentro, superación de conflictos, aceptación de las diferencias y,
por ende, de redescubrimiento de nuestra propia identidad y unidad para
transformar realmente el mundo.
Rvdo. Juan larios.

Referencias: Textos del CMI. Evangelii GaudiumLeer más...

jueves, 16 de enero de 2014


Importancia, necesidad, urgencia e implicaciones de un auténtico compromiso ecuménico hoy.


Introducción

Voy a tratar, primeramente, de situar el tema con unos cuantos datos explicativos e históricos, muy pocos, para que sepamos de qué estamos hablando cuando hablamos de ecumenismo y por qué.

En primer lugar haré una breve descripción del término “ecumenismo” y su significado. Para ello tomaré la guía de uno de los pioneros y grandes ecumenistas de nuestro país, el P. Juan Bosch. En segundo lugar, y también muy brevemente, haré un rápido recorrido por la historia de lo que hoy llamamos “Ecumenismo Moderno”; y en tercer y último lugar, y a modo de reflexión que espero les provoque, les hablaré de la importancia, necesidad y urgencia de un auténtico compromiso ecuménico entre las iglesias cristianas en este país nuestro, tan dividido en todos los sentidos y tan indiferente ya a todo lo que se refiere a la cuestión religiosa.


1. Significado del término “ecumenismo”.

Las palabras “ecumenismo” y “ecuménico”, tienen su origen en una familia de palabras del griego clásico y que están íntimamente relacionadas con la “casa”, la “vivienda”, el “asentamiento”, la “permanencia”, la “amistad”, la “reconciliación”, la “administración”, etc. Por tanto, y ya para empezar, dense cuenta de la complejidad y riqueza del término.

Ecumenismo” viene de la palabra griega “oikoumene”, que se relaciona con todas estas acepciones que hemos nombrado. La “oikoumene” era la “tierra habitada”; y la raíz de donde proviene, en un primer lugar, es “oikos”, es decir, “la casa”, “el lugar donde se vive”. Por tanto la “oikoumene” (ecumene) es “el mundo habitado”, “la tierra habitada”.

Obviamente, en origen, esta tierra habitada era la tierra habitada por los griegos; todo lo que no era tierra de griegos era mundo bárbaro, no civilizado. Tiene mucho que ver, y en este sentido, en primer lugar y principalmente, con la “cultura”, con una cultura concreta, con una manera determinada de entender y construir el mundo, el orden; es decir, con la cultura griega.

Posteriormente, Roma añadiría una nota más al significado del término, dándole así una perspectiva más política. Esa nota será la llamada “pax romana”. La “oikoumene” pasará a ser la tierra habitada por todos aquellos pueblos que aceptan vivir bajo esa “pax romana”. (Lo de “aceptar”, dicho sea de paso, suena a eufemismo, claro está)

Con el nacimiento del cristianismo y su expansión por todo el Imperio, la “oikoumene” cambiará de sentido nuevamente. En el año 381 el Concilio de Constantinopla llamará al Concilio de Nicea, celebrado unos años antes, “Concilio ecuménico”, y será desde ese momento que el término “ecuménico”, a parte de la connotación política, tomará un sentido eclesiológico, pues se referirá desde entonces a aquellas doctrinas y usos eclesiales aceptados (y vinculantes) por toda la Iglesia Católica.

Con la caída del Imperio, el término dejará de tener obviamente connotaciones políticas y pasará a tener ya un sentido puramente eclesiástico: la “oikoumene” será la “Iglesia Universal1.

Quiero aquí llamar la atención sobre algo que me parece de gran importancia, para nosotros hoy:

En el Nuevo Testamento el término “oikoumene” aparece unas cuantas veces aludiendo tanto al viejo sentido de mundo como al imperio de Roma . Pero también, otras veces, se refiere a la transitoriedad de esta “oikoumene” que dará paso, de forma inminente, a una nueva “oikoumene” donde reinará el propio Cristo.

Lo más importante es que desde esta perspectiva, la “oikoumene” debe entenderse, y aquí viene lo extraordinario e importante2, como “un proceso en continuo desarrollo que se inicia como la `tierra habitada´, que va haciéndose `lugar habitable´, la casa en la que toda la familia humana y cuya realidad no se encierra en la frontera de la historia; y donde la respuesta del hombre en esta tierra ante la llamada de Dios, es como el germen de una nueva tierra, que viene como obra de Dios, pero con la colaboración del ser humano”.

Quiero destacar algunas afirmaciones de este párrafo:

  • oikoumene” como proceso en continuo desarrollo
  • Tierra habitada que va haciéndose lugar habitable
  • Casa de toda la familia humana
  • Realidad que apunta más allá de la frontera de la historia
  • Respuesta del hombre en colaboración con Dios.

Esta es la verdadera urdimbre del ecumenismo. Es en estas proposiciones desde donde hemos de ir tejiendo esa unidad de la Iglesia, querida por el propio Cristo, hasta hacerla realidad histórica y visible. Y no solo eso, me atrevo a decir que estas proposiciones también son la urdimbre necesaria para la construcción de un nuevo modelo de Iglesia que pueda ser relevante para el nuevo mundo que emerge, y que, en realidad, no es otro que el modelo querido por Jesús. Todo el Nuevo Testamento está impregnado de dinamismo, de humanidad, de unidad y de esperanza futura.

2. Ecumenismo moderno.

Cuando hablamos del “ecumenismo moderno”, nos referimos al movimiento que tiene lugar en el mundo protestante, en favor de la unidad de las iglesias surgido a comienzos del siglo XX, y con un claro interés misionero, aunque sus raíces se remontan un poco más atrás (mediados del XIX)3 y que busca la concretización en la historia de la Unidad y universalidad visible de la Iglesia, querida y expresada por el propio Jesús de Nazaret (Juan 17). El llamado “ecumenismo moderno” nace, por lo tanto, en el contexto de la misión. El sentir general era que no es posible anunciar y proclamar las Buenas Nuevas desde una realidad de rupturas y divisiones; no es coherente ni cristiano predicar a un Cristo dividido, pues es un gran inconveniente para la credibilidad de la propia Iglesia y entorpece la Misión.

Desde entonces hasta hoy han sido muchos los esfuerzos, propósitos y encuentros realizados entre las diferentes iglesias, especialmente entre la Iglesia de Roma, las iglesias ortodoxas y las iglesias históricas de la Reforma. Se han constituido importantes grupos de diálogo, que han abordado y siguen abordando las diferentes y múltiples dificultades, tanto doctrinales como eclesiológicas, que hacen, hoy por hoy, difícil la tan ansiada Unidad. Se han firmado conjuntamente muchos documentos. Los esfuerzos y acercamientos no han cesado y siguen adelante.

En lo que a nuestro país se refiere, durante todo este tiempo han habido momentos muy activos y fructíferos en el diálogo ecuménico, como los vividos en los primeros años posteriores al Vaticano II; otros menos, y otros, como es el actual, de una apatía y despreocupación tales, que algunos hablan hasta de “dura y triste agonía del ecumenismo en España”. Pero como acabamos de decir, no siempre fue así. Podemos consultar los escritos y las vidas de grandes pioneros del ecumenismo español como D. Julián García Hernando, el P. Juan Bosch, el Pastor de la IEE Luis Ruiz Poveda o D. Ramón Taibo, uno de los obispos de la IERE, todos ellos ya fallecidos; y en activo hoy como el P. Langa, el P. Manuel Muñana, el P. Benito Raposo o Jose Luis Díez Moreno, director de la Revista “Pastoral Ecuménica”,,, o las propias Misioneras de la Unidad; En estos importantes referentes comprobaremos que hubo años de una genuina y fuerte experiencia ecuménica; y precisamente, y dicho sea de paso, durante años muy difíciles.

Dice Jose Luis Diez4:

No es bueno contemporizar cuando durante años y cada vez don más intensidad se ve tan disminuida la realidad ecuménica en España. Hay que decir la verdad sobre la situación actual tan empobrecida de nuestro movimiento ecuménico […] Se insiste en hacer que se conozca que también en España viven protestantes, anglicanos y ortodoxos, se celebra todos los años la Semana de la Unidad... sin embargo nusetra práctica ecuménica es cada año más pobre, se encuentra cada día más inundada de indiferencia y cada vez tiene menos eco en la pastoral parroquial, diocesana y nacional.



Y termina el párrafo diciendo:

Buscar la unión de los cristianos es, sin duda, una de las misiones más sublimes...

Y cita, a continuación, el documento conciliar “Unitatis Redintegratio”, donde se explica, desde el punto de vista Católico qué es buscar la unidad cristiana o el ecumenismo. Esta es la realidad actual en nuestro país en lo al movimiento ecuménico se refiere. ¿Cuál es la causa de que estemos en esta situación? Posiblemente serán muchas, pero podemos apuntar algunas: la falta de una adecuada formación ecuménica en los centros de teología; el desconocimiento y por tanto la ignorancia generalizada de lo ecuménico; la suspicacia y erróneas concepciones, especialmente por parte del mundo evangélico (no católico-romano) y, desde mi punto de vista más segura y quizás importante, la casi total falta de un serio interés por fomentar el encuentro entre las diferentes familias cristianas del país.


3. Importancia, necesidad y urgencia de un auténtico compromiso ecuménico hoy.

Si tratamos de dar una definición actual del término ecumenismo y su significado, podríamos decir, en principio, que no es fácil dar una definición exacta de hecho no creo que sea posible, puesto que, como venimos diciendo desde el principio, hablamos de algo que está en continuo movimiento, no es algo clausurado, cerrado, sino que es algo dinámico. Pero si podríamos describirlo, y de manera muy sencilla, como “el movimiento de pensamiento y acción que desde el diálogo busca la unidad visible de la Iglesia”.. Hay que tener en cuenta también que el ecumenismo es diverso, es decir, existen varios modos de ecumenismo o ámbitos ecuménicos: espiritual, doctrinal, local y secular.

Ahora bien, cuando hablamos de “unidad” ¿a qué clase de unidad nos estamos refiriendo?. Y otra cuestión importante, ¿Es la unidad un fin en si misma?.

A la primera pregunta hemos de contestar que esa unidad tiene que ser como la que pedía el propio Jesús, es decir, una unidad tan íntima y tan estrecha como la existente entre él y el Padre, y que está expresada en la oración sacerdotal de Juan 17: “Padre, que sean UNO, como tú y yo somos UNO”.
A la segunda pregunta, ¿Es esa unidad un fin en si misma?, formulada de otra manera ¿Para qué esa unidad?, debemos responder que obviamente no es un fin en si misma sino que tiene un propósito muy concreto: “que el mundo crea” (Jn. 17). Y esto tiene unas implicaciones muy serias; no olvidemos que la conciencia cristiana siempre tuvo muy claro que la voluntad de Dios es una propuesta continua de renovación y unidad para toda la creación, lo que implica un compromiso muy serio del ecumenismo con la realidad.

Recordemos lo que decíamos al principio acerca de cómo habíamos de entender, desde el punto de vista del Nuevo Testamento, el término “ecuménico”:

  • Como proceso en continuo desarrollo. Lo ecuménico forma parte del propio dinamismo del Espíritu Santo, de la propia esencia y vida de la Iglesia, por tanto goza también de una continua renovación porque se incultura en cada momento y busca respuesta y guía para cada situación. Dice el Papa Francisco, en su exhortación apostólica “Evangelii Gaudium”, en el punto 41: 
     
    Al mismo tiempo, los enormes y veloces cambios culturales requieren que prestemos una constante atención para intentar expresar las verdades de siempre en un lenguaje que permita advertir su permanente novedad”.

    Y un poco más abajo dice
     
    En su constante discernimiento, la Iglesia también puede llegar a reconocer costumbres propias no directamente ligadas al núcleo del Evangelio, algunas muy arraigadas a lo largo de la historia, que hoy ya no son interpretadas de la misma manera y cuyo mensaje no suele ser percibido adecuadamente. Pueden ser bellas, pero ahora no prestan el mismo servicio en orden a la transmisión del Evangelio. No tengamos miedo de revisarlas.”
  • Tierra habitada que va haciéndose lugar habitable. ¿Habitable para quienes? ¿Habitable para cuantos? ¿Habitable en qué condiciones? Vuelvo aquí a referirme al texto anterior. Dice el Papa en el punto 53: 
     
    Así como el mandamiento de “no matar”, pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir no a una economía de la exclusión y la inequidad. Esa economía mata...”

    Un poco más adelante dice: 
     
    Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, se está fuera”. Los excluidos no son “explotados” sino desechos “sobrantes”.
    La consecución de una habitabilidad plenamente humana, digna, para todos los seres de este planeta está también incluida en la esencia y en la tarea de lo ecuménico. 
     
  • Casa de toda la familia humana. La Tierra es casa de toda la familia humana, nadie tiene el derecho de apropiarse egoístamente de ella. Nadie tiene derecho a quitarle la tierra de su sustento a nadie. La Tierra no es nuestra, no nos pertenece; nosotros somos de la Tierra, nosotros pertenecemos a ella. Y estos atentados son una constante ya no solo en el mundo del Sur, también en el Norte. Pero si la Tierra, como don de Dios para la realización del hombre, es casa de todos, ¡también lo es la Iglesia!. Todos y todas somos hijos e hijas de un mismo Padre/Madre; la casa de ese Padre/Madre es casa de todos, con multitud de habitaciones, pero con un mismo comedor y una misma mesa para todos. No estamos siendo hijos e hijas responsables tirando tabiques y levantando muros, construyendo cada uno su propia casa dentro de la del Padre. Incluso digo más, y aquí quiero recordar unas palabras que no estoy seguro si son de Toni de Mello, pero que yo comparto totalmente: “la Iglesia debe ser casa de creyentes y no creyentes”. ¡Cuántas guerras entre nosotros!, la mayoría de ellas por motivos políticos, religiosos o territoriales. ¡Cuantas rupturas y divisiones a lo largo de la historia!. ¿En qué lugar estamos dejando a Jesús de Nazaret?¿Cómo casar todo esto con la única señal que nos identifica como discípulos suyos: el amor de los unos para con los otros? En esta misma línea, se pregunta José Luis Diez: “¿Cómo estar en íntima comunión con el Señor y permanecer en la indiferencia ante nuestro pecado de desunión...?
  • Realidad que va más allá de la frontera de la historia. La Iglesia no es un fin en si misma; apunta a una realidad más allá de los límites históricos. Apunta a una realidad en la que toda la creación será una realidad renovada y nueva, y en la que Cristo será todo en todos. Esa realidad no es otra que el Reino, un Reino cuya semilla ya ha sido implantada en nuestra historia; luego la propuesta no es la Iglesia sino el Reino de Dios; y este Reino no puede construirse desde la ruptura y la división. Ningún reino sobrevive si está dividido. Por tanto en la medida que ese Reino se haga realidad en nosotros y entre nosotros, lograremos hacer de este mundo un lugar habitable, de justicia, de paz y dignidad. El Señor Jesús nos dice que “busquemos primeramente el Reino de Dios y su justicia, y lo demás vendrá por añadidura”. ¡Este es el proyecto de Jesús, y no otro!. Y esto, hermanos y hermanas, no es posible si seguimos empeñados en mantener las divisiones entre nosotros.
  • Respuesta del hombre en colaboración con Dios. Desde el punto de vista de la Teología de la Revelación podemos decir, sin lugar a dudas, que “el hombre es capaz de Dios”, porque el deseo de Dios está inscrito en lo más profundo del corazón humano5. Dios sale al encuentro del hombre constantemente, le invita al diálogo en un abrazo de amor eterno. Dios nos llama a ser instrumentos de construcción de su Reino. Cada cristiano y cada cristiana estamos llamados, convocados, a la construcción de ese Reino. Pero si, por el contrario, somos instrumentos de división, de enemistad, ¿Cómo vamos a colaborar en la Misión de Dios? ¿Cómo vamos a permanecer, siquiera, en su amor?
Dice el Apóstol Pablo en la segunda carta a los Corintios (13:11):

Por lo demás, hermanos, alegraos, perfeccionaos, exhortaos, tened un mismo sentir, vivid en paz, y el dios del amor y la paz será con vosotros”

Es decir, tened la misma visión en lo esencial, aun con todas las diferencias, que, por supuesto, son legítimas y enriquecedoras; lo diferente no es malo; pero tened esencialmente un mismo sentir. Y ¿cómo podremos tener un mismo sentir si no tenemos unidad entre nosotros? ¿cómo decimos que en lo esencial creemos lo mismo y, por otro lado, levantamos muros de división? ¿cómo podemos colaborar con Dios desde la ruptura?







EN CONCLUSIÓN:

En primer lugar. La búsqueda de la unidad de los cristianos, es decir, la “Tarea Ecuménica”, es totalmente legítima, necesaria y urgente; primeramente porque la unidad de la iglesia es reflejo de la mismísima unidad de la divina Trinidad y si seguimos empeñados en la división es evidente que no estamos siendo testigos fieles de esa Trinidad.

En segundo lugar, es el querer de Dios expresado en las palabras de Jesús y recogido en la oración de Juan 17

En tercer y último lugar, la lucha por la unidad de los cristianos es condición indispensable para hacer realidad la construcción del Reino anunciado por Jesús de Nazaret. No podemos construir nada desde la división, por muy grandes y poderosas que sean las instituciones que creemos.



Rvdo. Juan Larios

1Para entender el ecumenismo. Juan Bosch. “Aquí podríamos citar a tres grandes Padres de la Iglesia llamados “Doctores ecuménicos”: Basilio el Grande, Gregorio Nacianceno y Juan Crisóstomo. A partir de ahí el término se utiliza para nombrar los concilios que hablan en nombre de la iglesia. En este sentido el significado de la expresión “concilio ecuménico” varía según las iglesias. Por ejemplo, para la iglesia católica, un concilio ecuménico será aquél en el que se represente a toda la iglesia y sus decisiones sean ratificadas por el obispo de Roma. Para las iglesias ortodoxas, un concilio será ecuménico cuando toda la iglesia universal acepte sus decisiones. Por ello solo se habla de 7 concilios ecuménicos realmente, pues en ellos está expuesta la “doctrina ortodoxa” aceptada por todas las iglesias de oriente y occidente. Incluso podemos hablar de “Credos ecuménicos”, es decir, el de los Apóstoles, el de Nicea y el Atanasiano”.
2Tomo aquí literalmente las palabras de Juan Bosch en la obra anteriormente citada
3En 1846 se constituye en Londres una Alianza Evangélica, con el fin de preparar un “concilio evangélico universal”. Son diferentes denominaciones. En 1900 se celebra en New York una “Conferencia Ecuménica Misionera. Aceptan ese nombre porque han aceptado un plan misionero que abarca toda la tierra. En 1910, en la conferencia de Edimburgo, donde nace el auténtico ecumenismo moderno, se quitará la palabra “ecuménica” puesto que las iglesias ortodoxas y católica no están presentes. Durante la Primera Guerra Mundial, el Arzobispo luterano Nathan Söderblom sugiere una reunión “ecuménica” para tratar el problema de la Paz, y propone la creación de un Consejo Ecuménico de las Iglesias, idea que se hará realidad algunas décadas después con la creación de lo que hoy conocemos como “Consejo Mundial de Iglesias”. El significado de la palabra “ecuménico” pasa de lo puramente geográfico a lo fraternal, pues se busca la amistad entre iglesias para fomentar la paz en el mundo. Tras el nacimiento del CMI en 1948 (Amsterdam) el término “ecumenismo” ya refleja sin lugar a dudas el intento de reconciliación de las Iglesias cristianas como expresión visible de la Unidad y universalidad del cristianismo querida por Cristo, para que el mundo crea.
4Revista Pastoral Ecuménica, Vol. XXX, Septiembre Diciembre 2013
5GS
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lunes, 9 de diciembre de 2013

ADVIENTO, YA PERO TODAVÍA NO

 ADVIENTO, tiempo inquieto, de reflexión y espera; vigilia de una realidad anunciada y deseada. Esperanza que ya no es solo un sentimiento o expectativa, ni siquiera una virtud; ahora es mucho más, immensamente más, es rostro del Misterio encarnado, nacido de mujer como cualquiera de nosotros, con nombre propio; vida que acontece en una historia también inquieta, de rostro roto y desfigurado, preñadada de desigualdades, de dolor y sufrimiento, como la nuestra, y por la que no pasó de largo sino que asumiéndola, la abrazó y amó hasta la muerte alumbrando otra nueva y diferente.

UN AÑO MÁS. Estamos en Adviento, umbral de la Navidad, dias en los que conmemoraremos, celebraremos y ¿haremos presente? esa realidad anunciada, pesadilla constante del poder que desfigura y ejecuta. Nuevamente Adviento, un año más. Y ¿Qué ha cambiado en nuestras vidas? ¿Qué ha cambiado en nuestras comunidades, en nuestra Iglesia? ¿Qué nuevos propósitos hemos hecho? ¿Volveremos a entonar tiernos cánticos que evocan ecos de un tiempo que no conocimos? ¿Intentaremos nuevamente “ser más buenos” o más condescendientes, porque así lo exige el momento? ¿Esto será todo?

Tomemos consciencia. No estamos, o no deberíamos estar, ante la estoica rueda del eterno retorno, aunque parezca que los hechos así quieran afirmarlo; pues, de ser así, habremos convertido aquella esperanza encarnada en falacia trágica y desesperada que nos aboca a la nada más absoluta. No somos Sísifos condenados, ni seres nacidos de La galla ciencia, o no deberíamos comportarnos como tales. No somos simples actores o intérpretes de obras sacras, ni clones que repiten, año tras año, sin pensarlo, aquello para lo que han sido programados. Somos, por el contrario, constructores libres de esa historia nueva que ya ha sido comenzada; portadores de aquella esperanza encarnada que también abraza esta historia nuestra, rota y desfigurada por el egoísmo y la avaricia nacidos del drama de la sinrazón.

Somos personas nuevas, nacidas de ese “ya, pero todavía no” que nos empuja; ese “ya, pero todavía no” que nos convence de que es posible vivir de otra manera infintiamente más digna y más humana. Somos personas que ante la rotura y el quebranto de la historia hemos dicho “no”, pero sin renunciar; y ese “no” no es un acto de egoísmo, todo lo contrario, es un acto solidario. Ese “no” lo gritaron los profetas, inspirados por el Viento de Dios que todo lo anima y lo sostiene. Ese “no”, también divino, se hizo carne en Jesús de Nazaret; es el “no” que descubre al inicuo y lo pone en evidencia; es el “no” que desvela la mentira, se enfrenta a la opresión y la denuncia; es el “no” que planta cara al poder que esclaviza y arruina hasta lo más sagrado de la creación; pero también es “no” que se desborda por amor y nos implica. Debemos, pues, salir del sueño que inhabilita y embrutece, sumiéndonos en mortal apatía pesimista y recuperar así la identidad y la consciencia.

Si ese “no” abraza el corazón y nos hace responsables, nuestro vivir creyente no puede ni debe seguir atado a dogmatismos inservibles, porque nos separan de la efectividad y perpetúan la exclusión y el sufrimiento; tampoco debe situarse al margen de una realidad que le cuestiona y que no pide solamente una acción paliativa ante la desesperanza, sino que pide entendimiento, empatía, acogida y ternura, acompañamiento, sanidad e inclusión, en todos los sentidos. Pide también una mirada, pero no una mirada abyecta y condenatoria, sino clara y directa, tierna y amorsa; porque es, precisamente, esa mirada la que devuelve identidad y exitencia a quienes ya casi las han perdido.

No deberíamos, por tanto, dejarnos engañar por discursos y aptitudes que desvían y adormecen, aparetemente liberadores y que remiten una y otra vez a lo que “hasta aquí ha funcionado”, tópico del inmovilismo más improductivo, pues en realidad ya no funcionan escepto para seguir perpetuando la manipulación y la inconsciencia.



Estemos pues alerta, con la mirada atenta y los oidos bien abiertos para ver y escuchar con claridad. No nos dejemos seducir por melodías triunfalistas, ni confundamos la esperanza con el triunfalismo del “todo está bien”, porque esa no es nuestra esperanza. No sigamos mirando al cielo. Miremos a nuestro alrededor, a nosotros mismos. Miremos cara a cara y seamos conscientes de la realidad que nos envuelve, de nuestra propia realidad, para no caer en el error del escapismo que no condece sino al desastre.

Somos personas renacidas, portadoras de Buenas Nuevas que anuncian sanidad, perdón y liberación a un mundo enfermo y esclavo de su propio egoísmo y sinrazón. Somos personas con “poder” para arrebatar del corazón herido el lastre de la culpabilidad, la locura y la condena, impuestas, a golpe de amenaza, por la necesidad de mantener determinadas ideologías y cuyo arma princpipal es el miedo.


Evitemos pues, la superficialidad y el preciosismo vacío de nuestros actos comunitarios y nuestra vida y vivamos, de verdad, la profundidad y plenitud del encuentro. No invalidemos los tiempos encerrándolos en la rutina, al contrario, degustemos cada uno de sus instantes como manjar que alimenta y nutre nuestra propia existencia y la de todos. Seamos pues comunidades vivas, atentas a todo lo que ocurre, motores de reflexión y fuentes de consciencia en un mundo que está a punto de perderla. Seamos comunidades del “no” sin renunciar. Hagamos de este Adviento un auténtico tiempo de cambio de mirada hacia la Vida, de compromiso consciente, de celebración y concelebración de corazones habitados por el Viento eterno de Dios que nos impulsa amorosamente.  
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miércoles, 20 de noviembre de 2013

A PROPÓSITO DEL ADVIENTO Y LA NAVIDAD

soy yo, no tengáis miedo”




No se trata de descubrir nada nuevo pero ciertamente, como cantaba Mercedes Sosa, todo cambia. En pocos años nuestra sociedad ha cambiado, en todos los sentidos, de forma radical y sigue cambiando vertiginosamente; no en vano nos preguntamos, y no sin preocupación, qué clase de orden mundial se está gestando; más aun, qué modelo de persona se está forjando. Es evidente que nuestra sociedad no tiene nada que ver con las sociedades de siglos anteriores; han cambiado los modelos económicos, políticos, culturales, educativos y, aunque quizás en menor medida, los religiosos.

Pero algo que nos caracteriza y que sigue siendo común, a pesar de todos esos cambios, y sin negar que en muchos sentidos han mejorado nuestra vida, es la tremenda y dolorosa desigualdad existente entre los diferentes pueblos y grupos sociales, así como el avance de ideologías excluyentes de todo aquello que es diferente y no responde a lo que, hasta ahora, dichas ideologías consideran que debe ser lo correcto, lo normal. Es verdad que encontrar soluciones que nos ayuden a conseguir una convivencia más humana y más plena e igualitaria en todos los sentidos, no es tarea fácil. Es triste ver, por ejemplo, que lo que algunos conseguimos con una inmediatez extraordinaria, para muchos otros, la mayoría, es prácticamente inalcanzable. No obstante y a pesar de ello, hay algo que nos sigue impulsando a luchar por la consecución de un mundo mucho más digno donde todos tengamos los mismos derechos y oportunidades.

Es un hecho indiscutible pues, que estamos asistiendo, y asistiremos en los próximos años, a importantes transformaciones que cambiarán aun más la faz de nuestras sociedades. Lo realmente preocupante es saber qué consecuencias tendrán dichas transformaciones. En este sentido parece que todo apunta a lo que en un futuro no muy lejano se intensificará de manera extraordinaria, pérdida de la capacidad de decisión de los países para tomar decisiones propias, aumento de los conflictos laborales así como de las desigualdades, mayor dificultad de acceso a los bienes comunes de la tierra y, por supuesto, el aumento del poder del mercado, lo que hará todavía más profundo el inmenso abismo ya existente entre los países ricos y los países pobres; y, como acabamos de apuntar y suele ocurrir en toda época de cambios profundos e incertidumbres, el no menos preocupante e imparable auge de las ideologías y discursos fundamentalistas y totalitarios, tanto en lo político como en lo religioso, que se postulan como la solución única y perfecta para salvaguardar un supuesto depósito de verdades eternas e inamovibles. Esto, obviamente, hace que, a todos los niveles, los estigmas se incrementen y las diferencias se vean más como una horrible amenaza que como una maravillosa riqueza. Es lo que está ocurriendo, por desgracia, en todas partes.

Tomando concretamente la situación de nuestro país. El avance de todos estos males se ha ido consolidando en cuestión de un muy corto periodo de tiempo. En lo laboral, y según los datos del INE, la tasa de paro ha pasado de ser de un 24,63 % en 2012 a un 26,26 % en 2013; el número de personas paradas se ha incrementado, durante el mismo periodo de tiempo, en casi 300.000. El paro juvenil pasó de un 53,28 % a un 56,14 %, y en cuanto al paro femenino también el aumento ha sido considerable. La renta percápita de los españoles es actualmente de 18.500 euros, bastante menos que en 2001, y los salarios han caido un 4 % desde el 2007, incrementándose los precios en un 10 %. Si nos fijamos en las tasas del incremento de la pobreza y desigualdad, por no hablar ya de la educación, impuestos, sanidad, etc., y según los indicadores AROPE (At Risk Of Poverty and/or Exclusion. Se puede consultar también el Informe FOESSA 2013) propuestos por la propia UE, el 26,8 % de la población se encuentra en situación de pobreza y exclusión social, habiendose incrementando, desde 2007, en 330.000 personas la tasa de pobreza extrema. Todo ello sin contar con el número cada vez mayor de personas, especialmente jóvenes, que abandonan nuestro país en busca de un futuro más digno. Es indiscutible que eso que nos dicen los políticos de que estamos mal pero mejor que hace un año, es totalmente falso.

En el terreno de lo religioso, que es el que aquí nos interesa en particular, y centrandonos en el ámbito cristiano, no parece que las cosas marchen mejor, aun a pesar de que unos y otros nos empeñamos en decir lo contrario, y aun teniendo en cuenta, en lo que a nosotros respecta, el incremento de iglesias evangélicas en los últimos años y que, ciertamente, es llamativo. Por ejemplo, según datos de Evangelismo a Fondo publicados en la revista Protestante Digital, en Asturias el número de evangélicos pasó de 715, en 1995, a 3977 en 2012; en Castilla la Mancha el incremento ha sido mucho mayor, al igual que en Andalucía, donde el número de personas evangélicas pasó, entre los años citados anteriormente, de 12.308 a 42.592. Solo en Madrid el incremento en los últimos 15 años ha sido de un 600 %, habiéndose triplicado los lugares de culto. Sin embargo, paradógicamente, es manifiesta la tendencia a la baja de manera global en el conjunto de la población, y muy especialmente en los jóvenes. Según los informes de la Fundación Santa María de 2005, y resumiento los datos, en 1989 creía en Dios un 74 % de jóvenes en España; un 18 % se definía indiferente y un 6 % como no creyente. En el año 2005 el 46 % de la población juvenil se define indiferente y atea; solo un 55 % dice creer en Dios, y de ellos solo el 10 % dice ser muy practicante.

Lo cierto es que, lo queramos o no, la realidad no es muy alagüeña. ¿Causas? Pueden ser muchas y variadas; falta de socialización religiosa, nacimiento de la llamada religión civil, el hedonismo de las generaciones actuales, pérdida de las utopías, el “carpe diem”, la irrelevancia de lo religioso en una sociedad marcada por un narcisismo profundo y una inmediatez extrema, entre otras posibles; y como madre de todos estos desatinos, la tan temida “secularización”, al parecer enemigo número uno de la fe (incluso de la religión). Pero habría que tener en cuenta otras realidades como, por ejemplo, la creciente autonomía del creyente, que no supone, necesariamente, el abandono de la fe, sino que quizás sean determinados modelos de práctica religiosa y determinados discursos doctrinales, anclados en la mentalidad de un pasado muy alejado de nuestra realidad, lo que, en definitiva, se rechaza, implicando también una deconstrucción de lo que se había heredado. En este sentido lo religioso reclama una nueva dimensión mucho más responsable de su carácter “religante”. El concurso del propio pluralismo religioso, lo que favorece la práctica de la religión a la carta y donde cada cual elige el entorno donde ve mejor satisfechas sus necesidades espirituales. No olvidemos tampoco el creciente entusiasmo por aquellas prácticas pseudoreligiosas relacionadas con la adivinación y la suerte, o el interés no menos creciente por diversos tipos de espiritualidades que, en muchos casos, poco o nada tienen que ver con el cristianismo.

Y ¿porqué no pensar, haciendo un gran ejercicio de humildad, que quizás una de las causas de tanto despropósito, y lo suficientemente importante, no esté tanto, o al menos de manera unívoca, en los otros como en nosotros mismos?. Me refiero a la no menos problemática incapacidad de la Iglesia (o iglesias) para coexistir con un mundo adulto y moderno que ya no encuentra las respuestas adecuadas a sus problemas en explicaciones y planteamientos religiosos que poco tienen que ver con la realidad (M. Weber). Parece claro que el hombre de nuestro siglo necesita cada vez menos el asentimiento y la legitimación de cualquier institución religiosa para desarrollar su proyecto de vida; como tampoco necesita ya, mucho menos, la dirección de cualquier forma autoritaria y fundamentalista de religión. Tratando de ser crítico y coherente, se me ocurre entonces que ante esta problemática podemos actuar de tres maneras al menos: seguir culpabilizando a la sociedad, cada vez más secularizada, tratando así de salvaguardar nuestra pretendida pureza y santidad; encerrarnos en nuestros ritos y creencias volviendo la espalda a una realidad que nos mira con importantes sospechas y esperar la tan deseada Parousia, cuando los buenos serán salvados y los malos condenados; o realizar el tan necesario y sanador ejercicio de autocrítica que nos proporcione el camino adecuado para el diálogo sincero y coherente con nosotros mismos y con el mundo. No nos vamos a contaminar de nada, pues, puestos a ser sinceros y en ese caso, tantos elementos contaminantes puede haber fuera como dentro, por mucho que tratemos de aparentar lo contrario.

Ciertamente la problemática es compleja y obviamente diversas las causas que han dado lugar a esta situación, pero no quiero dar la espalda a esa parte de responsabilidad que, estoy seguro, nos atañe y no es poca. Seguir empeñados en satanizar el pensamiento discreptante, incluso ateo, supone cerrar la posibilidad de encuentro y entendimiento con aquellos muchos que han visto y siguen viendo la práctica de la religión como una “estupidez peligrosa” (R. Dawkins, C. Hitchens, M. Onfray y otros), y, fráncamente, motivos más que suficientes hemos dado para ello a lo largo de la historia. No caigamos en el error de menospreciar estos sentimientos o pagaremos cara nuestra prepotencia. No somos mejores que aquellos a quienes alegremente condenamos creyéndonos con la suficiente autoridad para ello, esto es algo que el propio Evangelio deja muy claro (Lc. 13:1-5).

Sería necesario que nos preguntásemos, “juntos y con humildad”, por esta parte de responsabilidad nuestra. Es un tremendo error seguir proponiendo, como via de escape, situarnos fuera de un mundo de cuya hurdimbre formamos parte inseparable, por mucho que escuchemos lo contrario. El cristiano está hecho del mismo barro que el indiferente, el agnóstico o el ateo; y lo que es mejor aun, unos y otros somos imágen y semejanza de Dios, por duro que esto resulte para algunos; y, en consecuencia, hijos e hijas todos de un mismo Padre/Madre que nos ama incondicionalmente y por igual, seamos creyentes o no.

Por ello una primera acción necesaria sería poner en marcha un profundo proceso autocrítico y de revisión, capaz de liberarnos de las ataduras del egoísmo, de intereses espurios, de la intransigencia y el miedo, y que nos ayudará en la búsqueda de nuestra propia identidad. Esto nos colocaría en una buena disposición para iniciar un acercamiento a aquellas realidades que consideramos, a veces porque así nos lo han transmitido y lo hemos creido, contrarias a nuestra fe, salvando de esta forma los inconvenientes que creemos insuperables para entablar un diálogo fructífero. Liberados de dichas ataduras podremos mostrar que la fe es algo razonable y que el cristianismo, en realidad, limpio de dogmatismos y autoritarismos, es una propuesta con sentido. Hemos de esforzarnos por eliminar aquellos obstáculos que las personas puedan tener debido a una mala comprensión de la fe; para ello será necesario también destruir ciertas imágenes falsas que hemos ido construyendo a lo largo de nuestra historia, de Dios, el pecado, la Biblia, la salvación, etc. Hemos de ser razonables y pensar con seriedad y sinceridad. Estamos obligados a ser capaces de mostrar que la fe cristiana no es un instrumento esclavizador de la razón y la libertad, sino todo lo contrario; que no anula la responsabilidad sino que la infunde y exige, y, por último, que no ataca la dignidad humana, al contrario, la defiende y plenifica. Todo ello es necesario para poder llevar a cabo una auténtica proclamación del Evangelio hoy e iniciar un verdadero acercamiento que favorezca el tan deseado diálogo sobre cuales deben ser los valores adecuados para construir una nueva sociedad.

Los fundamentalismos, sean los que sean y vengan de donde vengan, no deben conducir la historia, y menos el caminar de la Iglesia, pues solamente causan enfrentamientos, sufrimiento y rupturas; incapacitan para el diálogo y frenan el desarrollo humano; no crean futuro (J. Moltmann) y terminan cosificando e instrumentalizando la fe, y, lo que es peor aun, a la persona. Los sentimentalismos y pietismos desencarnados tampoco. Esto las iglesias deberían tenerlo claro y formar a los creyentes de manera crítica, inteligente y democrática, algo que es hoy una necesidad urgente.


Decia al comienzo de esta reflexión que todo cambia, y ciertamente así es. Todo en esta sociedad nuestra cambia y seguriá cambiando; y si esto es una realidad indiscutible, la Iglesia, como parte insparable de ella, también debe hacerlo si no quiere perder el tren y dejar de ser relevante para el hombre que viene. Debemos tomarnos muy en serio el llamado de la primera carta de Pedro a dar razón de nuestra esperanza hoy, en este mundo desesperanzado y encorvado por el peso, ya casi insoportable, de tanto despropósito y que se pregunta y nos pregunta ¿dónde está Dios ante tanto sufrimiento?

Las cosas han cambiado radicalmente en la práctica totalidad de nuestra realidad; cuestiones tan importantes como la familia, la procreación, la sexualidad, la muerte y, más aun, el sentido de la propia vida, no pueden seguir abordándose con planteamientos del pasado que ya no son válidos en el más amplio sentido de la palabra. No es acertado ni bueno, ni evangélico, condenar las nuevas formas de entender y vivir la vida, sin más, aplicando doctrinas y explicaciones que ya no son sostenibles en la mayoría de los casos. Esto no quiere decir que todo valga o que todo lo que la Iglesia posee sea erróneo e inservible; pero quizás si sea necesario reformular esa herencia con un lenguaje y categorías entendibles, válidas para hoy. Hemos de ser fieles a la promesa que nos garantiza el cuidado y sostén por parte del Viento Sagrado de Dios, su Espíritu; por tanto deberíamos sacudirnos los miedos asesinos y atrevernos a vivir en esa libertad que nos ha sido dada. Ese Viento de Dios sigue soplando líbremente sobre nosotros y en nosotros, aun en los momentos más oscuros de nuestra existencia, y no podemos encerrarlo en conceptos, doctrinas o dogmas, como si estos fueran válidos para toda la vida.

Creo firmemente que nuestra acción evangelizadora no consiste en proclamar doctrinas, ni en hacer separaciones. No estamos aquí para amenazar con las penas del infierno, ni para ahondar en los destructivos sentimientos de culpa elevando a los altares (que todos los tenemos) ese trágico ser de inmundicia en el que fundamentamos la esencia de nuestra propia realidad, aceptación desde la que hemos de partir si queremos ser dignos de la misericordia de Dios. Tampoco estamos, ni mucho menos, para condenar; todo lo contrario, se nos ha llamado a socorrer a quienes son víctimas de cualquier sistema diabólico que destruya la vida; estamos aquí para no pasar de largo ante el sufrimiento justificándonos, en el mejor de los casos, con un poco de comida o unos euros de sobra; estamos para acompañar tanto en la alegría como en la tristeza, para llevar esperanza a un mundo que agoniza preso del peor de los sentimientos, la falta de sentido de la propia vida; somos llamados a hacer del Evangelio una realidad necesaria, deseable y liberadora de la historia; en definitiva, para colocar los fundamentos del Nuevo Mundo predicado por Jesús. No es de Dios partir de la agonía y de la muerte, de la inmundicia y la desesperación como principio, sino del Amor y de la Vida, porque Dios, nuestro Dios, es un Dios de Vida y no de muerte.

Rvdo. Juan Larios



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