ADVIENTO, tiempo inquieto, de
reflexión y espera; vigilia de una realidad anunciada y deseada.
Esperanza que ya no es solo un sentimiento o expectativa, ni siquiera
una virtud; ahora es mucho más, immensamente más, es rostro del
Misterio encarnado, nacido de mujer como cualquiera de nosotros, con
nombre propio; vida que acontece en una historia también inquieta,
de rostro roto y desfigurado, preñadada de desigualdades, de dolor y
sufrimiento, como la nuestra, y por la que no pasó de largo sino que
asumiéndola, la abrazó y amó hasta la muerte alumbrando otra nueva
y diferente.
UN AÑO MÁS. Estamos en
Adviento, umbral de la Navidad, dias en los que conmemoraremos,
celebraremos y ¿haremos presente? esa realidad anunciada, pesadilla
constante del poder que desfigura y ejecuta. Nuevamente Adviento, un
año más. Y ¿Qué ha cambiado en nuestras vidas? ¿Qué ha cambiado
en nuestras comunidades, en nuestra Iglesia? ¿Qué nuevos propósitos
hemos hecho? ¿Volveremos a entonar tiernos cánticos que evocan ecos
de un tiempo que no conocimos? ¿Intentaremos nuevamente “ser más
buenos” o más condescendientes, porque así lo exige el momento?
¿Esto será todo?
Tomemos consciencia. No estamos,
o no deberíamos estar, ante la estoica rueda del eterno retorno,
aunque parezca que los hechos así quieran afirmarlo; pues, de ser
así, habremos convertido aquella esperanza encarnada en falacia
trágica y desesperada que nos aboca a la nada más absoluta. No
somos Sísifos condenados, ni seres nacidos de La galla ciencia, o no
deberíamos comportarnos como tales. No somos simples actores o
intérpretes de obras sacras, ni clones que repiten, año tras año,
sin pensarlo, aquello para lo que han sido programados. Somos, por el
contrario, constructores libres de esa historia nueva que ya ha sido
comenzada; portadores de aquella esperanza encarnada que también
abraza esta historia nuestra, rota y desfigurada por el egoísmo y la
avaricia nacidos del drama de la sinrazón.
Somos personas nuevas, nacidas de
ese “ya, pero todavía no” que nos empuja; ese “ya, pero
todavía no” que nos convence de que es posible vivir de otra
manera infintiamente más digna y más humana. Somos personas que
ante la rotura y el quebranto de la historia hemos dicho “no”,
pero sin renunciar; y ese “no” no es un acto de egoísmo, todo
lo contrario, es un acto solidario. Ese “no” lo gritaron los
profetas, inspirados por el Viento de Dios que todo lo anima y lo
sostiene. Ese “no”, también divino, se hizo carne en Jesús de
Nazaret; es el “no” que descubre al inicuo y lo pone en
evidencia; es el “no” que desvela la mentira, se enfrenta a la
opresión y la denuncia; es el “no” que planta cara al poder que
esclaviza y arruina hasta lo más sagrado de la creación; pero
también es “no” que se desborda por amor y nos implica. Debemos,
pues, salir del sueño que inhabilita y embrutece, sumiéndonos en
mortal apatía pesimista y recuperar así la identidad y la
consciencia.
Si ese “no” abraza el corazón
y nos hace responsables, nuestro vivir creyente no puede ni debe
seguir atado a dogmatismos inservibles, porque nos separan de la
efectividad y perpetúan la exclusión y el sufrimiento; tampoco debe
situarse al margen de una realidad que le cuestiona y que no pide
solamente una acción paliativa ante la desesperanza, sino que pide
entendimiento, empatía, acogida y ternura, acompañamiento, sanidad
e inclusión, en todos los sentidos. Pide también una mirada, pero
no una mirada abyecta y condenatoria, sino clara y directa, tierna y
amorsa; porque es, precisamente, esa mirada la que devuelve identidad
y exitencia a quienes ya casi las han perdido.
No deberíamos, por tanto,
dejarnos engañar por discursos y aptitudes que desvían y adormecen,
aparetemente liberadores y que remiten una y otra vez a lo que “hasta
aquí ha funcionado”, tópico del inmovilismo más improductivo,
pues en realidad ya no funcionan escepto para seguir perpetuando la
manipulación y la inconsciencia.
Estemos pues alerta, con la
mirada atenta y los oidos bien abiertos para ver y escuchar con
claridad. No nos dejemos seducir por melodías triunfalistas, ni
confundamos la esperanza con el triunfalismo del “todo está bien”,
porque esa no es nuestra esperanza. No sigamos mirando al cielo.
Miremos a nuestro alrededor, a nosotros mismos. Miremos cara a cara y
seamos conscientes de la realidad que nos envuelve, de nuestra propia
realidad, para no caer en el error del escapismo que no condece sino
al desastre.
Somos personas renacidas,
portadoras de Buenas Nuevas que anuncian sanidad, perdón y
liberación a un mundo enfermo y esclavo de su propio egoísmo y
sinrazón. Somos personas con “poder” para arrebatar del corazón
herido el lastre de la culpabilidad, la locura y la condena,
impuestas, a golpe de amenaza, por la necesidad de mantener
determinadas ideologías y cuyo arma princpipal es el miedo.
Evitemos pues, la superficialidad
y el preciosismo vacío de nuestros actos comunitarios y nuestra vida
y vivamos, de verdad, la profundidad y plenitud del encuentro. No
invalidemos los tiempos encerrándolos en la rutina, al contrario,
degustemos cada uno de sus instantes como manjar que alimenta y nutre
nuestra propia existencia y la de todos. Seamos pues comunidades
vivas, atentas a todo lo que ocurre, motores de reflexión y fuentes
de consciencia en un mundo que está a punto de perderla. Seamos
comunidades del “no” sin renunciar. Hagamos de este Adviento un
auténtico tiempo de cambio de mirada hacia la Vida, de compromiso
consciente, de celebración y concelebración de corazones habitados
por el Viento eterno de Dios que nos impulsa amorosamente.
Leer más...