A
PROPÓSITO DEL ADVIENTO Y LA NAVIDAD
“soy
yo, no tengáis miedo”
No
se trata de descubrir nada nuevo pero ciertamente, como cantaba
Mercedes Sosa, todo cambia. En pocos años nuestra sociedad ha
cambiado, en todos los sentidos, de forma radical y sigue cambiando
vertiginosamente; no en vano nos preguntamos, y no sin preocupación,
qué clase de orden mundial se está gestando; más aun, qué modelo
de persona se está forjando. Es evidente que nuestra sociedad no
tiene nada que ver con las sociedades de siglos anteriores; han
cambiado los modelos económicos, políticos, culturales, educativos
y, aunque quizás en menor medida, los religiosos.
Pero
algo que nos caracteriza y que sigue siendo común, a pesar de todos
esos cambios, y sin negar que en muchos sentidos han mejorado nuestra
vida, es la tremenda y dolorosa desigualdad existente entre los
diferentes pueblos y grupos sociales, así como el avance de
ideologías excluyentes de todo aquello que es diferente y no
responde a lo que, hasta ahora, dichas ideologías consideran que
debe ser lo correcto, lo normal. Es verdad que encontrar soluciones
que nos ayuden a conseguir una convivencia más humana y más plena e
igualitaria en todos los sentidos, no es tarea fácil. Es triste ver,
por ejemplo, que lo que algunos conseguimos con una inmediatez
extraordinaria, para muchos otros, la mayoría, es prácticamente
inalcanzable. No obstante y a pesar de ello, hay algo que nos sigue
impulsando a luchar por la consecución de un mundo mucho más digno
donde todos tengamos los mismos derechos y oportunidades.
Es
un hecho indiscutible pues, que estamos asistiendo, y asistiremos en
los próximos años, a importantes transformaciones que cambiarán
aun más la faz de nuestras sociedades. Lo realmente preocupante es
saber qué consecuencias tendrán dichas transformaciones. En este
sentido parece que todo apunta a lo que en un futuro no muy lejano
se intensificará de manera extraordinaria, pérdida de la capacidad
de decisión de los países para tomar decisiones propias, aumento de
los conflictos laborales así como de las desigualdades, mayor
dificultad de acceso a los bienes comunes de la tierra y, por
supuesto, el aumento del poder del mercado, lo que hará todavía
más profundo el inmenso abismo ya existente entre los países ricos
y los países pobres; y, como acabamos de apuntar y suele ocurrir en
toda época de cambios profundos e incertidumbres, el no menos
preocupante e imparable auge de las ideologías y discursos
fundamentalistas y totalitarios, tanto en lo político como en lo
religioso, que se postulan como la solución única y perfecta para
salvaguardar un supuesto depósito de verdades eternas e inamovibles.
Esto, obviamente, hace que, a todos los niveles, los estigmas se
incrementen y las diferencias se vean más como una horrible amenaza
que como una maravillosa riqueza. Es lo que está ocurriendo, por
desgracia, en todas partes.
Tomando
concretamente la situación de nuestro país. El avance de todos
estos males se ha ido consolidando en cuestión de un muy corto
periodo de tiempo. En lo laboral, y según los datos del INE, la tasa
de paro ha pasado de ser de un 24,63 % en 2012 a un 26,26 % en 2013;
el número de personas paradas se ha incrementado, durante el mismo
periodo de tiempo, en casi 300.000. El
paro juvenil pasó de un 53,28 % a un 56,14 %, y en cuanto al paro
femenino también el aumento ha sido considerable. La renta percápita
de los españoles es actualmente de 18.500 euros, bastante menos
que en 2001, y los salarios han caido un 4 % desde el 2007,
incrementándose los precios en un 10 %. Si nos fijamos en las tasas
del incremento de la pobreza y desigualdad, por no hablar ya de la
educación, impuestos, sanidad, etc., y según los indicadores AROPE
(At
Risk Of Poverty and/or Exclusion. Se puede consultar también el
Informe FOESSA 2013) propuestos por la propia UE, el 26,8 % de la
población se encuentra en situación de pobreza y exclusión social,
habiendose incrementando, desde 2007, en 330.000 personas la tasa de
pobreza extrema. Todo ello sin contar con el número cada vez mayor
de personas, especialmente jóvenes, que abandonan nuestro país en
busca de un futuro más digno. Es indiscutible que eso que nos dicen
los políticos de que estamos mal pero mejor que hace un año, es
totalmente falso.
En
el terreno de lo religioso, que es el que aquí nos interesa en
particular, y centrandonos en el ámbito cristiano, no parece que las
cosas marchen mejor, aun a pesar de que unos y otros nos empeñamos
en decir lo contrario, y aun teniendo en cuenta, en lo que a nosotros
respecta, el incremento de iglesias evangélicas en los últimos años
y que, ciertamente, es llamativo. Por ejemplo, según datos de
Evangelismo
a Fondo
publicados en la revista Protestante Digital, en Asturias el número
de evangélicos pasó de 715, en 1995, a 3977 en 2012; en Castilla la
Mancha el incremento ha sido mucho mayor, al igual que en Andalucía,
donde el número de personas evangélicas pasó, entre los años
citados anteriormente, de 12.308 a 42.592. Solo en Madrid el
incremento en los últimos 15 años ha sido de un 600 %, habiéndose
triplicado los lugares de culto. Sin embargo, paradógicamente, es
manifiesta la tendencia a la baja de manera global en el conjunto de
la población, y muy especialmente en los jóvenes. Según los
informes de la Fundación
Santa María de
2005, y resumiento los datos, en 1989 creía en Dios un 74 % de
jóvenes en España; un 18 % se definía indiferente y un 6 % como no
creyente. En el año 2005 el 46 % de la población juvenil se define
indiferente y atea; solo un 55 % dice creer en Dios, y de ellos solo
el 10 % dice ser muy practicante.
Lo
cierto es que, lo queramos o no, la realidad no es muy alagüeña.
¿Causas? Pueden ser muchas y variadas; falta de socialización
religiosa, nacimiento de la llamada religión civil, el hedonismo de
las generaciones actuales, pérdida de las utopías, el “carpe
diem”, la
irrelevancia de lo religioso en una sociedad marcada por un
narcisismo profundo y una inmediatez extrema, entre otras posibles; y
como madre de todos estos desatinos, la tan temida “secularización”,
al parecer enemigo número uno de la fe (incluso de la religión).
Pero habría que tener en cuenta otras realidades como, por ejemplo,
la creciente autonomía del creyente, que no supone, necesariamente,
el abandono de la fe, sino que quizás sean determinados modelos de
práctica religiosa y determinados discursos doctrinales, anclados en
la mentalidad de un pasado muy alejado de nuestra realidad, lo que,
en definitiva, se rechaza, implicando también una deconstrucción de
lo que se había heredado. En este sentido lo religioso reclama una
nueva dimensión mucho más responsable de su carácter “religante”.
El concurso del propio pluralismo religioso, lo que favorece la
práctica de la religión a la carta y donde cada cual elige el
entorno donde ve mejor satisfechas sus necesidades espirituales. No
olvidemos tampoco el creciente entusiasmo por aquellas prácticas
pseudoreligiosas relacionadas con la adivinación y la suerte, o el
interés no menos creciente por diversos tipos de espiritualidades
que, en muchos casos, poco o nada tienen que ver con el cristianismo.
Y ¿porqué no pensar, haciendo un gran ejercicio de humildad, que
quizás una de las causas de tanto despropósito, y lo
suficientemente importante, no esté tanto, o al menos de manera
unívoca, en los otros como en nosotros mismos?. Me refiero a la no
menos problemática incapacidad de la Iglesia (o iglesias) para
coexistir con un mundo adulto y moderno que ya no encuentra las
respuestas adecuadas a sus problemas en explicaciones y
planteamientos religiosos que poco tienen que ver con la realidad (M.
Weber). Parece claro que el hombre de nuestro siglo necesita cada vez
menos el asentimiento y la legitimación de cualquier institución
religiosa para desarrollar su proyecto de vida; como tampoco necesita
ya, mucho menos, la dirección de cualquier forma autoritaria y
fundamentalista de religión. Tratando de ser crítico y coherente,
se me ocurre entonces que ante esta problemática podemos actuar de
tres maneras al menos: seguir culpabilizando a la sociedad, cada vez
más secularizada, tratando así de salvaguardar nuestra pretendida
pureza y santidad; encerrarnos en nuestros ritos y creencias
volviendo la espalda a una realidad que nos mira con importantes
sospechas y esperar la tan deseada Parousia,
cuando
los buenos serán salvados y los malos condenados;
o
realizar el tan necesario y sanador ejercicio de autocrítica que nos
proporcione el camino adecuado para el diálogo sincero y coherente
con nosotros mismos y con el mundo. No nos vamos a contaminar de
nada, pues, puestos a ser sinceros y en ese caso, tantos elementos
contaminantes puede haber fuera como dentro, por mucho que tratemos
de aparentar lo contrario.
Ciertamente
la problemática es compleja y obviamente diversas las causas que han
dado lugar a esta situación, pero no quiero dar la espalda a esa
parte de responsabilidad que, estoy seguro, nos atañe y no es poca.
Seguir empeñados en satanizar el pensamiento discreptante, incluso
ateo, supone cerrar la posibilidad de encuentro y entendimiento con
aquellos muchos que han visto y siguen viendo la práctica de la
religión como una “estupidez
peligrosa” (R.
Dawkins, C. Hitchens, M. Onfray y otros), y, fráncamente, motivos
más que suficientes hemos dado para ello a lo largo de la historia.
No caigamos en el error de menospreciar estos sentimientos o
pagaremos cara nuestra prepotencia. No somos mejores que aquellos a
quienes alegremente condenamos creyéndonos con la suficiente
autoridad para ello, esto es algo que el propio Evangelio deja muy
claro (Lc. 13:1-5).
Sería
necesario que nos preguntásemos, “juntos y con humildad”, por
esta parte de responsabilidad nuestra. Es un tremendo error seguir
proponiendo, como via de escape, situarnos fuera de un mundo de cuya
hurdimbre formamos parte inseparable, por mucho que escuchemos lo
contrario. El cristiano está hecho del mismo barro que el
indiferente, el agnóstico o el ateo; y lo que es mejor aun, unos y
otros somos imágen y semejanza de Dios, por duro que esto resulte
para algunos; y, en consecuencia, hijos e hijas todos de un mismo
Padre/Madre que nos ama incondicionalmente y por igual, seamos
creyentes o no.
Por
ello una primera acción necesaria sería poner en marcha un profundo
proceso autocrítico y de revisión, capaz de liberarnos de las
ataduras del egoísmo, de intereses espurios, de la intransigencia y
el miedo, y que nos ayudará en la búsqueda de nuestra propia
identidad. Esto nos colocaría en una buena disposición para iniciar
un acercamiento a aquellas realidades que consideramos, a veces
porque así nos lo han transmitido y lo hemos creido, contrarias a
nuestra fe, salvando de esta forma los inconvenientes que creemos
insuperables para entablar un diálogo fructífero. Liberados de
dichas ataduras podremos mostrar que la fe es algo razonable y que el
cristianismo, en realidad, limpio de dogmatismos y autoritarismos, es
una propuesta con sentido. Hemos de esforzarnos por eliminar aquellos
obstáculos que las personas puedan tener debido a una mala
comprensión de la fe; para ello será necesario también destruir
ciertas imágenes falsas que hemos ido construyendo a lo largo de
nuestra historia, de Dios, el pecado, la Biblia, la salvación, etc.
Hemos de ser razonables y pensar con seriedad y sinceridad. Estamos
obligados a ser capaces de mostrar que la fe cristiana no es un
instrumento esclavizador de la razón y la libertad, sino todo lo
contrario; que no anula la responsabilidad sino que la infunde y
exige, y, por último, que no ataca la dignidad humana, al contrario,
la defiende y plenifica. Todo ello es necesario para poder llevar a
cabo una auténtica proclamación del Evangelio hoy e iniciar un
verdadero acercamiento que favorezca el tan deseado diálogo sobre
cuales deben ser los valores adecuados para construir una nueva
sociedad.
Los
fundamentalismos, sean los que sean y vengan de donde vengan, no
deben conducir la historia, y menos el caminar de la Iglesia, pues
solamente causan enfrentamientos, sufrimiento y rupturas; incapacitan
para el diálogo y frenan el desarrollo humano; no crean futuro (J.
Moltmann) y terminan cosificando e instrumentalizando la fe, y, lo
que es peor aun, a la persona. Los sentimentalismos y pietismos
desencarnados tampoco. Esto las iglesias deberían tenerlo claro y
formar a los creyentes de manera crítica, inteligente y democrática,
algo que es hoy una necesidad urgente.
Decia
al comienzo de esta reflexión que todo cambia, y ciertamente así
es. Todo en esta sociedad nuestra cambia y seguriá cambiando; y si
esto es una realidad indiscutible, la Iglesia, como parte insparable
de ella, también debe hacerlo si no quiere perder el tren y dejar
de ser relevante para el hombre que viene. Debemos tomarnos muy en
serio el llamado de la primera carta de Pedro a dar razón de nuestra
esperanza hoy, en este mundo desesperanzado y encorvado por el peso,
ya casi insoportable, de tanto despropósito y que se pregunta y nos
pregunta ¿dónde está Dios ante tanto sufrimiento?
Las
cosas han cambiado radicalmente en la práctica totalidad de nuestra
realidad; cuestiones tan importantes como la familia, la procreación,
la sexualidad, la muerte y, más aun, el sentido de la propia vida,
no pueden seguir abordándose con planteamientos del pasado que ya no
son válidos en el más amplio sentido de la palabra. No es acertado
ni bueno, ni evangélico, condenar las nuevas formas de entender y
vivir la vida, sin más, aplicando doctrinas y explicaciones que ya
no son sostenibles en la mayoría de los casos. Esto no quiere decir
que todo valga o que todo lo que la Iglesia posee sea erróneo e
inservible; pero quizás si sea necesario reformular esa herencia con
un lenguaje y categorías entendibles, válidas para hoy. Hemos de
ser fieles a la promesa que nos garantiza el cuidado y sostén por
parte del Viento Sagrado de Dios, su Espíritu; por tanto deberíamos
sacudirnos los miedos asesinos y atrevernos a vivir en esa libertad
que nos ha sido dada. Ese Viento de Dios sigue soplando líbremente
sobre nosotros y en nosotros, aun en los momentos más oscuros de
nuestra existencia, y no podemos encerrarlo en conceptos, doctrinas o
dogmas, como si estos fueran válidos para toda la vida.
Creo
firmemente que nuestra acción evangelizadora no consiste en
proclamar doctrinas, ni en hacer separaciones. No estamos aquí para
amenazar con las penas del infierno, ni para ahondar en los
destructivos sentimientos de culpa elevando a los altares (que todos
los tenemos) ese trágico ser de inmundicia en el que fundamentamos
la esencia de nuestra propia realidad, aceptación desde la que hemos
de partir si queremos ser dignos de la misericordia de Dios. Tampoco
estamos, ni mucho menos, para condenar; todo lo contrario, se nos ha
llamado a socorrer a quienes son víctimas de cualquier sistema
diabólico que destruya la vida; estamos aquí para no pasar de largo
ante el sufrimiento justificándonos, en el mejor de los casos, con
un poco de comida o unos euros de sobra; estamos para acompañar
tanto en la alegría como en la tristeza, para llevar esperanza a un
mundo que agoniza preso del peor de los sentimientos, la falta de
sentido de la propia vida; somos llamados a hacer del Evangelio una
realidad necesaria, deseable y liberadora de la historia; en
definitiva, para colocar los fundamentos del Nuevo Mundo predicado
por Jesús. No es de Dios partir de la agonía y de la muerte, de la
inmundicia y la desesperación como principio, sino del Amor y de la
Vida, porque Dios, nuestro Dios, es un Dios de Vida y no de muerte.
Rvdo. Juan Larios
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