miércoles, 17 de septiembre de 2014

DIOS, MISTERIO DE AMOR QUE NO CESA


Cuán lejos está Dios, seguramente, de las imágenes que de Él inventamos y adoramos, incluso. Cuán lejos está Dios, seguramente, de las catedrales y las doctrinas, que no amparan la existencia y dignidad humana, abriendo al ser humano el verdadero camino de salvación. En verdad ¿podría yo confiar en otro Dios que no sea el Dios de la misericordia y amor, eternamente recurrentes? ¿Puedo aceptar a otro? No. No podría, sería idolatría. Solo al Dios Misterio de amor que no cesa, me confío. Dios pródigo que se prodiga amoroso hasta el punto de hacerse como yo, igual a mi; como tú, igual a ti; igual a todos; carne sujeta a finitud. Solo en ese Dios creo. Dios solidario con su criatura en esta historia única que nos posee. Solo ese Dios pródigo puede hacer algo así; y lejos está su presencia de templos y doctrinas limitantes.

Dios que se derrama sin medida en mi, a pesar de mi; en ti, a pesar de ti. Dios que confía en nosotros, a pesar de nosotros, hasta el punto de hacernos partícipes de su querer salvífico. No le condiciona ni mi limitación ni la tuya, por el contrario, nos ama más aun, porque sabe que solo el amor puede sanar al hombre viejo y reconstruir al hombre nuevo, plenamente, arrancándole así de la finitud limitante. Nos ha hecho mediadores de sí mismo. Mediadores de la liberación que Él mismo nos ofrece. Y todo porque no puede sino amar eterna e incondicionalmente.

¿Cómo orar, entonces, a un dios castigador? ¿Cómo confiar en un dios que eternamente me vigila, apuntando mis errores para sopesar, al fin de mis días, si merezco o no su favor? ¿Cómo puedo abrazar a un dios que calma su ira y logra satisfacerse con el derramamiento de sangre inocente? No, me es imposible.

No creo sino en ese Dios pródigo, locura y Misterio de amor que solo puede amar sin medida. Ese Misterio, al que unos llamamos Dios y otros niegan, y ante el que unos y otros, creyentes o no, estamos imposibilitados, me invita y penetra mi realidad hasta abismos que ni yo mismo conozco. Así, también misteriosamente, le siento, aun sin saber, en instantes en los que todo parece detenerse en el oscuro desánimo, pues una brisa de amor indescriptible me envuelve. Entonces todo se diluye y se hace parte de ese amor inundante e inexplicable. Entonces solo alcanza mi boca a decir, gracias, gracias, gracias. Todo lo demás guarda silencio.

Solo ese Dios pródigo, Misterio de Amor insondable, puede hacer que tú y yo, yo y tú, todos, podamos creer en la vida y la esperanza, en el futuro cierto, pues si no es en Él, todos y cada uno estamos condenados, estúpidamente y por nosotros mismos, al infierno del sinsentido y de la nada. ¿Qué vamos a dispensar nosotros, cristianos, entonces, como sugiere el apóstol Pablo, si ponemos la confianza en el miedo y desde él queremos, no obstante, proclamar salvación y vida? No es posible servir a dos señores. Solo salva el Amor, no el miedo ni los preceptos; y ese Dios Misterio de Amor, es solamente eso, Amor; el Amor de la cercanía y la ternura, del abrazo y la sonrisa, el amor que libera.

Por tanto, el pecado está en perder la confianza, desconfiar de ese Dios y dar culto al Señor del miedo y del castigo, pues ese dios no es sino proyección de nuestras propias necesidades y frustraciones.


Rvdo. Juan Larios Leer más...

jueves, 11 de septiembre de 2014

COMENZAMOS, CON ESTA ENTRADA, UNA SERIE DE REFLEXIONES TEOLÓGICAS



I. ENCUENTRO CON EL MISTERIO


Bajo un olivo, protegido por su sombra apacible, como aquél que los atenienses recibieran de Atenea, tal vez porque prefirieron las artes y la filosofía al oficio de los mares; o como aquél otro que sirvió de apoyo y cobijo, en aquellos decisivos y duros momentos, al Dios que no quiso serlo para vivirse en la expresión de su propia imagen, convirtiéndose así en imagen y semejanza de si mismo, pobre, impotente y limitada por la finitud que impone la humana existencia; para vivirlo todo, experimentarlo todo, hasta esa realidad, incluso, que por naturaleza le es contraria e imposible. Ahí, bajo el olivo, símbolo de resurrección y de esperanza, olivo suyo y mio, escucho y siento el latir de ese corazón que se dice en todo cuanto me rodea. Él y yo, yo y Él, abrazados en la inmensidad inabarcable de los azules y verdes, ocres y amarillos crepitantes, que danzan al unísono en esa inmensa paleta llamada tierra. Ahí me aferro a su presencia irrefutable, como el recién nacido se aferra al latir del corazón de quien le ha traído a la vida; y entablo un cordial diálogo de emociones y sentires que liberan, sanan y reconvierten mi existencia transponíendola por instantes. Como si todo aquello que desconozco se hiciera presente por momentos, haciendo palpable solo ese amor inmenso derramado en un instante. Entonces me gustaría detener el tiempo para siempre, pero su mirada no deja germinar mi egoísmo y el día avanza imparable.

Todo me habla de su amor incondicional y libre, amor en gratuidad absoluta. Su Verdad insondable se dice, no obstante, y a modo de guiño provocador, en cada destello de creación; y de forma irrevocable en el Ser Humano; a pesar de él. Él ha salido de sí derramando su interior en cada uno de nosotros para hacernos capaces de nosotros mismos y capaces de Él. Él en nosotros, nosotros en Él, un todo que de su plenitud participa.

¿A caso yo desaparezco, entonces? No, todo lo contrario; me reafirmo en mi realidad. Soy más yo cuanto Él se dice más en mi. Por esto puedo, aunque solo sea, intuirle; hablar con Él, hablar de Él, íntimamente, aunque de forma torpe y limitada. Más aun, siento que lo vivo por momentos con la intensidad desbordante que produce su abrazo cálido y lleno de ternura. Está conmigo, lo intuyo y lo presiento. Él es, y no otro, el camino de mi plenitud y de la tuya, de mi realización y de la tuya; la explicación de lo que soy y lo que somos; encontrarle a Él en mi, para encontrarme, saberme y conocerme; para poder mirarme y mirarte a ti, como eres, y aceptarte; para poder decirnos como real y esencialmente somos.

Por esto, la mejor y más santa adoración, la oración perfecta, anda lejos de la hueca palabrería que se repite, pues es “ser (o intentar ser) lo que realmente somos, reflejo del amor de un Dios que se despoja de sí mismo para que seamos, indiscutible e irreductiblemente, realidad total de su amor derramado”; y esto, incumbe toda nuestra vida. Por tanto, ese amor es esencia constitutiva de lo humano. Por ese amor, el Ser Humano es realidad consciente y trascendente, un querer ser continuamente; realidad inacabada que anhela acabamiento; nunca clausurada; algo mucho más que polvo. Por ese amor, afirmo que jamás volveré al polvo, aunque el discurso en el que me digo se destruya; pues cada uno de nosotros somos radical y realmente otra cosa con respecto al abismo de la Nada. Somos polvo, si; pero también intimidad de un Dios que se dice en nosotros, y a Él nos volveremos en algún momento, en diálogo nuevo y eterno.

Así, como ya dijera alguien hace tiempo, llegamos a ser y somos teología y predicación del Misterio, pues en cada uno de nosotros Dios se dice y nos dice acerca de si mismo.

Rvdo. Juan Larios
Leer más...