miércoles, 20 de noviembre de 2013

A PROPÓSITO DEL ADVIENTO Y LA NAVIDAD

soy yo, no tengáis miedo”




No se trata de descubrir nada nuevo pero ciertamente, como cantaba Mercedes Sosa, todo cambia. En pocos años nuestra sociedad ha cambiado, en todos los sentidos, de forma radical y sigue cambiando vertiginosamente; no en vano nos preguntamos, y no sin preocupación, qué clase de orden mundial se está gestando; más aun, qué modelo de persona se está forjando. Es evidente que nuestra sociedad no tiene nada que ver con las sociedades de siglos anteriores; han cambiado los modelos económicos, políticos, culturales, educativos y, aunque quizás en menor medida, los religiosos.

Pero algo que nos caracteriza y que sigue siendo común, a pesar de todos esos cambios, y sin negar que en muchos sentidos han mejorado nuestra vida, es la tremenda y dolorosa desigualdad existente entre los diferentes pueblos y grupos sociales, así como el avance de ideologías excluyentes de todo aquello que es diferente y no responde a lo que, hasta ahora, dichas ideologías consideran que debe ser lo correcto, lo normal. Es verdad que encontrar soluciones que nos ayuden a conseguir una convivencia más humana y más plena e igualitaria en todos los sentidos, no es tarea fácil. Es triste ver, por ejemplo, que lo que algunos conseguimos con una inmediatez extraordinaria, para muchos otros, la mayoría, es prácticamente inalcanzable. No obstante y a pesar de ello, hay algo que nos sigue impulsando a luchar por la consecución de un mundo mucho más digno donde todos tengamos los mismos derechos y oportunidades.

Es un hecho indiscutible pues, que estamos asistiendo, y asistiremos en los próximos años, a importantes transformaciones que cambiarán aun más la faz de nuestras sociedades. Lo realmente preocupante es saber qué consecuencias tendrán dichas transformaciones. En este sentido parece que todo apunta a lo que en un futuro no muy lejano se intensificará de manera extraordinaria, pérdida de la capacidad de decisión de los países para tomar decisiones propias, aumento de los conflictos laborales así como de las desigualdades, mayor dificultad de acceso a los bienes comunes de la tierra y, por supuesto, el aumento del poder del mercado, lo que hará todavía más profundo el inmenso abismo ya existente entre los países ricos y los países pobres; y, como acabamos de apuntar y suele ocurrir en toda época de cambios profundos e incertidumbres, el no menos preocupante e imparable auge de las ideologías y discursos fundamentalistas y totalitarios, tanto en lo político como en lo religioso, que se postulan como la solución única y perfecta para salvaguardar un supuesto depósito de verdades eternas e inamovibles. Esto, obviamente, hace que, a todos los niveles, los estigmas se incrementen y las diferencias se vean más como una horrible amenaza que como una maravillosa riqueza. Es lo que está ocurriendo, por desgracia, en todas partes.

Tomando concretamente la situación de nuestro país. El avance de todos estos males se ha ido consolidando en cuestión de un muy corto periodo de tiempo. En lo laboral, y según los datos del INE, la tasa de paro ha pasado de ser de un 24,63 % en 2012 a un 26,26 % en 2013; el número de personas paradas se ha incrementado, durante el mismo periodo de tiempo, en casi 300.000. El paro juvenil pasó de un 53,28 % a un 56,14 %, y en cuanto al paro femenino también el aumento ha sido considerable. La renta percápita de los españoles es actualmente de 18.500 euros, bastante menos que en 2001, y los salarios han caido un 4 % desde el 2007, incrementándose los precios en un 10 %. Si nos fijamos en las tasas del incremento de la pobreza y desigualdad, por no hablar ya de la educación, impuestos, sanidad, etc., y según los indicadores AROPE (At Risk Of Poverty and/or Exclusion. Se puede consultar también el Informe FOESSA 2013) propuestos por la propia UE, el 26,8 % de la población se encuentra en situación de pobreza y exclusión social, habiendose incrementando, desde 2007, en 330.000 personas la tasa de pobreza extrema. Todo ello sin contar con el número cada vez mayor de personas, especialmente jóvenes, que abandonan nuestro país en busca de un futuro más digno. Es indiscutible que eso que nos dicen los políticos de que estamos mal pero mejor que hace un año, es totalmente falso.

En el terreno de lo religioso, que es el que aquí nos interesa en particular, y centrandonos en el ámbito cristiano, no parece que las cosas marchen mejor, aun a pesar de que unos y otros nos empeñamos en decir lo contrario, y aun teniendo en cuenta, en lo que a nosotros respecta, el incremento de iglesias evangélicas en los últimos años y que, ciertamente, es llamativo. Por ejemplo, según datos de Evangelismo a Fondo publicados en la revista Protestante Digital, en Asturias el número de evangélicos pasó de 715, en 1995, a 3977 en 2012; en Castilla la Mancha el incremento ha sido mucho mayor, al igual que en Andalucía, donde el número de personas evangélicas pasó, entre los años citados anteriormente, de 12.308 a 42.592. Solo en Madrid el incremento en los últimos 15 años ha sido de un 600 %, habiéndose triplicado los lugares de culto. Sin embargo, paradógicamente, es manifiesta la tendencia a la baja de manera global en el conjunto de la población, y muy especialmente en los jóvenes. Según los informes de la Fundación Santa María de 2005, y resumiento los datos, en 1989 creía en Dios un 74 % de jóvenes en España; un 18 % se definía indiferente y un 6 % como no creyente. En el año 2005 el 46 % de la población juvenil se define indiferente y atea; solo un 55 % dice creer en Dios, y de ellos solo el 10 % dice ser muy practicante.

Lo cierto es que, lo queramos o no, la realidad no es muy alagüeña. ¿Causas? Pueden ser muchas y variadas; falta de socialización religiosa, nacimiento de la llamada religión civil, el hedonismo de las generaciones actuales, pérdida de las utopías, el “carpe diem”, la irrelevancia de lo religioso en una sociedad marcada por un narcisismo profundo y una inmediatez extrema, entre otras posibles; y como madre de todos estos desatinos, la tan temida “secularización”, al parecer enemigo número uno de la fe (incluso de la religión). Pero habría que tener en cuenta otras realidades como, por ejemplo, la creciente autonomía del creyente, que no supone, necesariamente, el abandono de la fe, sino que quizás sean determinados modelos de práctica religiosa y determinados discursos doctrinales, anclados en la mentalidad de un pasado muy alejado de nuestra realidad, lo que, en definitiva, se rechaza, implicando también una deconstrucción de lo que se había heredado. En este sentido lo religioso reclama una nueva dimensión mucho más responsable de su carácter “religante”. El concurso del propio pluralismo religioso, lo que favorece la práctica de la religión a la carta y donde cada cual elige el entorno donde ve mejor satisfechas sus necesidades espirituales. No olvidemos tampoco el creciente entusiasmo por aquellas prácticas pseudoreligiosas relacionadas con la adivinación y la suerte, o el interés no menos creciente por diversos tipos de espiritualidades que, en muchos casos, poco o nada tienen que ver con el cristianismo.

Y ¿porqué no pensar, haciendo un gran ejercicio de humildad, que quizás una de las causas de tanto despropósito, y lo suficientemente importante, no esté tanto, o al menos de manera unívoca, en los otros como en nosotros mismos?. Me refiero a la no menos problemática incapacidad de la Iglesia (o iglesias) para coexistir con un mundo adulto y moderno que ya no encuentra las respuestas adecuadas a sus problemas en explicaciones y planteamientos religiosos que poco tienen que ver con la realidad (M. Weber). Parece claro que el hombre de nuestro siglo necesita cada vez menos el asentimiento y la legitimación de cualquier institución religiosa para desarrollar su proyecto de vida; como tampoco necesita ya, mucho menos, la dirección de cualquier forma autoritaria y fundamentalista de religión. Tratando de ser crítico y coherente, se me ocurre entonces que ante esta problemática podemos actuar de tres maneras al menos: seguir culpabilizando a la sociedad, cada vez más secularizada, tratando así de salvaguardar nuestra pretendida pureza y santidad; encerrarnos en nuestros ritos y creencias volviendo la espalda a una realidad que nos mira con importantes sospechas y esperar la tan deseada Parousia, cuando los buenos serán salvados y los malos condenados; o realizar el tan necesario y sanador ejercicio de autocrítica que nos proporcione el camino adecuado para el diálogo sincero y coherente con nosotros mismos y con el mundo. No nos vamos a contaminar de nada, pues, puestos a ser sinceros y en ese caso, tantos elementos contaminantes puede haber fuera como dentro, por mucho que tratemos de aparentar lo contrario.

Ciertamente la problemática es compleja y obviamente diversas las causas que han dado lugar a esta situación, pero no quiero dar la espalda a esa parte de responsabilidad que, estoy seguro, nos atañe y no es poca. Seguir empeñados en satanizar el pensamiento discreptante, incluso ateo, supone cerrar la posibilidad de encuentro y entendimiento con aquellos muchos que han visto y siguen viendo la práctica de la religión como una “estupidez peligrosa” (R. Dawkins, C. Hitchens, M. Onfray y otros), y, fráncamente, motivos más que suficientes hemos dado para ello a lo largo de la historia. No caigamos en el error de menospreciar estos sentimientos o pagaremos cara nuestra prepotencia. No somos mejores que aquellos a quienes alegremente condenamos creyéndonos con la suficiente autoridad para ello, esto es algo que el propio Evangelio deja muy claro (Lc. 13:1-5).

Sería necesario que nos preguntásemos, “juntos y con humildad”, por esta parte de responsabilidad nuestra. Es un tremendo error seguir proponiendo, como via de escape, situarnos fuera de un mundo de cuya hurdimbre formamos parte inseparable, por mucho que escuchemos lo contrario. El cristiano está hecho del mismo barro que el indiferente, el agnóstico o el ateo; y lo que es mejor aun, unos y otros somos imágen y semejanza de Dios, por duro que esto resulte para algunos; y, en consecuencia, hijos e hijas todos de un mismo Padre/Madre que nos ama incondicionalmente y por igual, seamos creyentes o no.

Por ello una primera acción necesaria sería poner en marcha un profundo proceso autocrítico y de revisión, capaz de liberarnos de las ataduras del egoísmo, de intereses espurios, de la intransigencia y el miedo, y que nos ayudará en la búsqueda de nuestra propia identidad. Esto nos colocaría en una buena disposición para iniciar un acercamiento a aquellas realidades que consideramos, a veces porque así nos lo han transmitido y lo hemos creido, contrarias a nuestra fe, salvando de esta forma los inconvenientes que creemos insuperables para entablar un diálogo fructífero. Liberados de dichas ataduras podremos mostrar que la fe es algo razonable y que el cristianismo, en realidad, limpio de dogmatismos y autoritarismos, es una propuesta con sentido. Hemos de esforzarnos por eliminar aquellos obstáculos que las personas puedan tener debido a una mala comprensión de la fe; para ello será necesario también destruir ciertas imágenes falsas que hemos ido construyendo a lo largo de nuestra historia, de Dios, el pecado, la Biblia, la salvación, etc. Hemos de ser razonables y pensar con seriedad y sinceridad. Estamos obligados a ser capaces de mostrar que la fe cristiana no es un instrumento esclavizador de la razón y la libertad, sino todo lo contrario; que no anula la responsabilidad sino que la infunde y exige, y, por último, que no ataca la dignidad humana, al contrario, la defiende y plenifica. Todo ello es necesario para poder llevar a cabo una auténtica proclamación del Evangelio hoy e iniciar un verdadero acercamiento que favorezca el tan deseado diálogo sobre cuales deben ser los valores adecuados para construir una nueva sociedad.

Los fundamentalismos, sean los que sean y vengan de donde vengan, no deben conducir la historia, y menos el caminar de la Iglesia, pues solamente causan enfrentamientos, sufrimiento y rupturas; incapacitan para el diálogo y frenan el desarrollo humano; no crean futuro (J. Moltmann) y terminan cosificando e instrumentalizando la fe, y, lo que es peor aun, a la persona. Los sentimentalismos y pietismos desencarnados tampoco. Esto las iglesias deberían tenerlo claro y formar a los creyentes de manera crítica, inteligente y democrática, algo que es hoy una necesidad urgente.


Decia al comienzo de esta reflexión que todo cambia, y ciertamente así es. Todo en esta sociedad nuestra cambia y seguriá cambiando; y si esto es una realidad indiscutible, la Iglesia, como parte insparable de ella, también debe hacerlo si no quiere perder el tren y dejar de ser relevante para el hombre que viene. Debemos tomarnos muy en serio el llamado de la primera carta de Pedro a dar razón de nuestra esperanza hoy, en este mundo desesperanzado y encorvado por el peso, ya casi insoportable, de tanto despropósito y que se pregunta y nos pregunta ¿dónde está Dios ante tanto sufrimiento?

Las cosas han cambiado radicalmente en la práctica totalidad de nuestra realidad; cuestiones tan importantes como la familia, la procreación, la sexualidad, la muerte y, más aun, el sentido de la propia vida, no pueden seguir abordándose con planteamientos del pasado que ya no son válidos en el más amplio sentido de la palabra. No es acertado ni bueno, ni evangélico, condenar las nuevas formas de entender y vivir la vida, sin más, aplicando doctrinas y explicaciones que ya no son sostenibles en la mayoría de los casos. Esto no quiere decir que todo valga o que todo lo que la Iglesia posee sea erróneo e inservible; pero quizás si sea necesario reformular esa herencia con un lenguaje y categorías entendibles, válidas para hoy. Hemos de ser fieles a la promesa que nos garantiza el cuidado y sostén por parte del Viento Sagrado de Dios, su Espíritu; por tanto deberíamos sacudirnos los miedos asesinos y atrevernos a vivir en esa libertad que nos ha sido dada. Ese Viento de Dios sigue soplando líbremente sobre nosotros y en nosotros, aun en los momentos más oscuros de nuestra existencia, y no podemos encerrarlo en conceptos, doctrinas o dogmas, como si estos fueran válidos para toda la vida.

Creo firmemente que nuestra acción evangelizadora no consiste en proclamar doctrinas, ni en hacer separaciones. No estamos aquí para amenazar con las penas del infierno, ni para ahondar en los destructivos sentimientos de culpa elevando a los altares (que todos los tenemos) ese trágico ser de inmundicia en el que fundamentamos la esencia de nuestra propia realidad, aceptación desde la que hemos de partir si queremos ser dignos de la misericordia de Dios. Tampoco estamos, ni mucho menos, para condenar; todo lo contrario, se nos ha llamado a socorrer a quienes son víctimas de cualquier sistema diabólico que destruya la vida; estamos aquí para no pasar de largo ante el sufrimiento justificándonos, en el mejor de los casos, con un poco de comida o unos euros de sobra; estamos para acompañar tanto en la alegría como en la tristeza, para llevar esperanza a un mundo que agoniza preso del peor de los sentimientos, la falta de sentido de la propia vida; somos llamados a hacer del Evangelio una realidad necesaria, deseable y liberadora de la historia; en definitiva, para colocar los fundamentos del Nuevo Mundo predicado por Jesús. No es de Dios partir de la agonía y de la muerte, de la inmundicia y la desesperación como principio, sino del Amor y de la Vida, porque Dios, nuestro Dios, es un Dios de Vida y no de muerte.

Rvdo. Juan Larios



1 comentario:

  1. Espero que este artículo zarandee más de una conciencia y nos ubique en el punto de partida, el Evangelio, aquel del cual no hemos alejado tanto.

    ResponderEliminar