jueves, 30 de enero de 2014


A PROPÓSITO DEL TEXTO DE Lc. 22:24-30

Es indudable que el compromiso y acción fundamental de la iglesia, a lo
largo de toda su historia, ha sido y es “proclamar las Buenas Nuevas de
salvación”, el Reino o reinado de Dios. Pero también es indudable que esta
proclamación ha estado, por regla general y tristemente, infectada por las
conductas poco evangélicas de los propios mensajeros y servidores de la
causa. Sin embargo, y a pesar de todas estos inconvenientes, el Evangelio se
ha ido abriendo paso y ha ido germinando en todos los lugares de la Tierra.
Esta búsqueda de espacios siempre nuevos y diferentes y esta
“germinación”, han dado lugar a una realidad extraordinariamente rica y
variada, especialmente en lo que a formas eclesiales de expresión y vivencia
de la fe se refiere. Desgraciadamente, lo que en un principio debió ser motivo
de alegría y motor de una mejor convivencia entre las diferentes familias
cristianas, se ha convertido a la postre en un profundo, triste y peligroso,
inconveniente, dando lugar a multitud de desacuerdos, enfrentamientos y
luchas internas; y, finalmente, a la división. Hemos roto, de esta manera, una
de las dádivas más preciadas que el Señor nos ha dado: la comunión
(Koinonía), sin la cual el cristianismo se convierte en una religión deficiente y,
cuanto menos y para muchos, “sospechosa”.
Aun así, y a pesar de ello, la misericordia y fidelidad de Dios, que está
por encima de nuestras torpezas, limitaciones y pecados, ha hecho y sigue
haciendo posible el crecimiento de ese Reino anunciado y traído por Jesús al
mundo. Y hoy, la iglesia, en su pluralidad, sigue anunciando y proclamando ese
Reino por toda la Tierra, sorteando grandes obstáculos surgidos no solamente
dentro de su propio tejido sino también fuera de él y que emergen como
auténticos desafíos, tanto para la proclamación del Evangelio como para la
propia autocomprensión de la Iglesia. Son muchos los obstáculos a que nos
referimos: los diferentes contextos culturales, la tan temida secularización, el
propio pluralismo cristiano, el pluralismo religioso, los modelos de iglesias
emergentes; y la proliferación, porqué no decirlo, de un amplio abanico de
grupos pseudocristianos y sectarios que apelando a los sentimientos engañan
el corazón de mucha gente necesitada y de buena fe.
Entre estos desafíos, quizás el más llamativo y provocador sea el
crecimiento de la implacable secularización (secularismo) de la ciudadanía;
realidad que pone en entredicho la importancia y necesidad de la propia fe y
ofreciendo una nueva forma de construcción y realización de la persona que ya
no necesita ni tiene en cuenta la realidad de Dios; es más, incluso la considera,
como apuntan algunos de sus más significativos “gurús” (S. Hawking, entre
otros) una gran “estupidez peligrosa”. Hay que decir también, en honor a la
verdad, que en muchos sentidos les hemos dado razones más que suficientes
para ello.
No es un secreto para nadie y fruto, entre otras cuestiones, de este
planteamiento, la gran cantidad de personas en el mundo que abandonan la
Iglesia por no considerarla ya ni relevante ni digna de credibilidad y
efectividad. Insisto en esto: motivos más que suficientes hemos dado para
ello.
De ahí que, desde este lado de la mesa, muchos y muchas cristianos y
cristianas de a pie, tanto sacerdotes, como pastores y laicos, creamos en la
necesidad y urgencia de un compromiso ecuménico serio que, al menos y en
principio, trascienda los protocolarios encuentros anuales y nos ayude a
descubrir la necesidad de hacer realidad esa tan ansiada unidad visible de la
Iglesia. Las implicaciones de este compromiso van mucho más allá de lo
puramente eclesial y religioso; tienen que ver también, y en gran manera, con
la construcción de un mundo mucho más humano, más justo y mas equitativo;
y esto no es de poca importancia, o no debería serlo porque está anclado en la
misma esencia del Evangelio de Jesús.
Esta unidad, lo queramos o no, incluso la neguemos, es una realidad que
ya viene dada; está clara e indiscutiblemente expresada a lo largo de todo el
Nuevo Testamento, y, de manera muy concreta y hermosa en la oración
sacerdotal de Juan 17. Pero para que esta unidad llegue a ser realidad visible,
hemos de empezar por doblar las rodillas; practicar, en primer lugar, un
necesario ejercicio de humildad, tanto con los demás como con nosotros
mismos y con el Señor, reconociendo, por mucho que nos duela, que todas las
iglesias cristianas forman parte indiscutible de la Iglesia “una, santa, católica y
apostólica”. Esto, evidentemente, se convierte también hoy en un auténtico
desafío, teniendo en cuenta las múltiples peculiaridades y diferencias de cada
iglesia en lo que a doctrina y eclesiología se refiere; en ningún caso debería ser
un “obstáculo insalvable” como suele afirmarse desde muchos ámbitos
cristianos, para conseguir la unidad. No debemos ni podemos clausurar
nosotros aquello que ni Dios mismo ha clausurado.
La unidad de la Iglesia es voluntad de Dios, es querer de Dios, porque,
entre otras cosas, es y debe ser signo y sacramento de la mismísima unidad y
comunión del Dios trino en el que decimos creer y que quiere, a su vez, reunir
a toda la creación y a toda la humanidad en una misma comunión bajo el
señorío de Cristo. Toda la Iglesia tiene la misión de contribuir a este objetivo y
está llamada a proclamar y manifestar la misericordia y el amor de Dios al
mundo, y para ello es indispensable el testimonio de la unidad.
Por desgracia nuestro egoísmo ha hecho que este mundo creado por Dios
y al que él tanto ama, esté lleno de despropósitos, de tragedias y de dolor;
esto exige un compromiso serio y en unidad de todos los cristianos y cristianas
de este mundo. No podemos ni debemos dar la espalda a esa realidad que
destruye sin pudor la obra de Dios. La Misión de Dios es salvar la creación y
nuestro objetivo, como he dicho, no es otro que contribuir a su designio, por
tanto Misión e Iglesia van irremediablemente unidas.
Una de las formas indispensables para expresar ese compromiso es
obviamente el servicio (Diakonía). Por medio del servicio la Iglesia manifiesta y
hace realidad el propósito de Dios y se convierte en instrumento de su misión.
En Cristo la iglesia está llamada a promover el servicio por encima del poder
de dominación para que la vida plena sea una realidad para todos y todas. El
servicio (como hemos escuchado en la lectura del evangelio) está por encima
de cualquier interés personal, eclesial, político o económico. De no ser así la
acción no puede llamarse cristiana.
El servicio favorece la vida, la construye, la ilumina y le da sentido; obra
cambios importantes, transforma tanto a las personas como las situaciones;
esto hace que el Reino sea una realidad en la vida de todos y todas,
especialmente en la de aquellos y aquellas que ya han sido desprovistos hasta
de lo más necesario, incluso la voz.
El servicio también es instrumento común de empoderamiento de los
más desfavorecidos, por consiguiente, a través del servicio debemos
esforzarnos por hacer presente el amor de Dios y transformar aquellos
sistemas, religiosos, políticos o económicos que destruyen la dignidad de la
persona y hasta la propia vida. No solo consiste en proporcionar beneficencia,
alimentando así en muchos casos una falsa idea del amor, sino que tiene que
dar lugar a una verdadera transformación humana y social, a una auténtica
conversión.
Tengamos en cuenta que el propio Papa Francisco llama a estas
economías y políticas auténticas armas que matan (Evangelii Gaudium)
Estamos llamados a la transformación de las conciencias y las estructuras en
realidades de realización y plenificación de lo humano. Si somos conscientes de
esto podremos llevar a cabo importantes cambios, pero debemos aclarar, en
primer lugar, quienes somos, y, en segundo lugar, cual es nuestro objetivo.
Y para aclararnos, lo primero es dejarnos transformar por el Dios de la
Vida; que él remueva todo nuestro ser, nuestro pasado y reubique nuestro
presente, nuestras diferencias y enfrentamientos y nos despoje de los miedos
antiguos, de los egoísmos y sobre todo, de la tan dañina indiferencia de los
unos para con los otros.
Lo primero que obtendremos será la capacidad de servicio mutuo y
común, la actitud del que siendo el primero se coloca en último lugar; la
misma actitud que tuvo Jesús al lavar los pies a sus discípulos; reconciliando y
perdonando sus limitaciones, reconciliándonos y perdonándonos los unos a los
otros. Será por tanto a través de este don que podamos crear un verdadero
espacio de encuentro, superación de conflictos, aceptación de las diferencias y,
por ende, de redescubrimiento de nuestra propia identidad y unidad para
transformar realmente el mundo.
Rvdo. Juan larios.

Referencias: Textos del CMI. Evangelii Gaudium

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