La
palabra “adversidad” no figura en el Nuevo Testamento, la más
parecida es la palabra “contrario”. Lo opuesto, lo que se opone a
la acción que queremos realizar.
“Y
la barca estaba en medio del mar, azotada por las olas; porque el
viento era contrario”.
(Mateo 14:24)
Una de las
cosas que más me desagradan de esta crisis; y son muchas, es que me
hace odiar. No puedo evitarlo, saca de mí lo más oscuro. Admiro a
las personas capaces de a pesar de todo, no perder la vía
trascendente y armoniosa, pero en mi caso, la percepción de la
injusticia despierta mi ira. Entonces percibo que estos tiempos no
son solo un tiempo de pensar en lo económico, sino que además es
un problema de más envergadura.
En tiempos
de bonanza es fácil teorizar acerca de las virtudes, de la paz, del
amor, de la tolerancia. Pero las cosas son diferentes cuando nos
enfrentamos al individuo que somos realmente. La reacción defensiva
en ocasiones puede ser agresiva, y nos sentimos agredidos por un
sistema económico que se hunde por motivos que no vienen al caso. La
respuesta debiera de ser pacifica, si realmente deseamos continuar
el camino trascendente que nos conduce a Dios. Y es cuando nos
encontramos con el aspecto oculto y primitivo de nosotros mismos, el
enfado, la frustración, percibir que nos han robado nuestras
esperanzas materiales, que nos han robado el futuro esperanzado, que
unos desconocidos y su deseo de enriquecimiento sin límites, nos han
robado a nosotros y a nuestros hijos la posibilidad de vivir
felices.
La dualidad
queda patente cuando la ira vence a la templanza. Y quedamos
reducidos a ser lo que sobrevive al conflicto de la dualidad. Lo
luminoso es cubierto por el velo oscuro de la sombra, y la tenue luz
restante es lo que somos.
Es también
un reduccionismo forzado por la realidad; o de lo que consideraba
real, como si llenáramos una azucarera hasta más allá del límite
de su capacidad, y con cuchillo pasáramos por el canto del envase su
filo, cayendo el azúcar sobrante sobre la mesa. Así quedamos
reducidos a lo que somos realmente.
Y la
consciencia por en medio, testigo de ese duelo. Consciencia que
después de todo, es la puerta a nuestro yo real, y es en el
combate de la dualidad en donde su presencia es más evidente, como
un testigo ajeno a nosotros, siendo quizá el aspecto más importante
de nosotros mismos, pues juzga, razona y determina.
Incluso
Pablo de Tarso era consciente de ese conflicto y al parecer él
también lo sufría, se hace más doloroso cuanto más rechazas la
sombra habita en nosotros, como si fuera una entidad ajena y extraña.
Al final es la sombra la que protagoniza nuestra atención:
“Y
si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora
en mi”.
(Romanos 7:20)
Habla del
pecado que habita en él, en sus miembros y necesariamente en su
mente, y lo hace en tercera persona, como un testigo sufriente de las
cualidades oscuras que rechaza. Si no tuviera consciencia de sus
sombras, estaríamos ante un psicópata, pues el hipócrita es
consciente de ellas pero las cubre con un velo de mentira.
Esa
consciencia dolorosa es benéfica pero terrible, mayor cuanto más
crece la voluntad de eliminarla y de ser todo luz. Asi el dolor, es
una consecuencia de la consciencia despierta y cincela como si de la
mano de un artista se tratara, la imagen real de lo que somos.
La
resistencia al esfuerzo trascendente, que nuestro aspecto más
oscuro o involucionado ejerce sobre nuestro psiquismo, ese “demonio
interior” nos evita la autocomplacencia y nos reduce a lo que
somos, nos recuerda nuestra condición, como el personaje ubicado
tras los cesares en los desfiles portando la corona de laurel,
recordándole al caudillo su condición de mortal en medio de las
aclamaciones de la multitud. Incluso Cristo tuvo ese enfrentamiento
con sus sombras, las tentaciones del diablo determinaron su medida y
su nivel de perfección. Todos pues tenemos en nuestro viaje a Dios,
la cita ineludible con nuestros demonios examinadores.
Vicente Rocamora
Vicente Rocamora