I. ENCUENTRO CON EL MISTERIO
Bajo un olivo, protegido por su sombra
apacible, como aquél que los atenienses recibieran de Atenea, tal
vez porque prefirieron las artes y la filosofía al oficio de los
mares; o como aquél otro que sirvió de apoyo y cobijo, en aquellos
decisivos y duros momentos, al Dios que no quiso serlo para vivirse
en la expresión de su propia imagen, convirtiéndose así en imagen
y semejanza de si mismo, pobre, impotente y limitada por la finitud
que impone la humana existencia; para vivirlo todo, experimentarlo
todo, hasta esa realidad, incluso, que por naturaleza le es contraria
e imposible. Ahí, bajo el olivo, símbolo de resurrección y de esperanza, olivo suyo y mio, escucho y siento el latir de ese corazón
que se dice en todo cuanto me rodea. Él y yo, yo y Él, abrazados en
la inmensidad inabarcable de los azules y verdes, ocres y amarillos
crepitantes, que danzan al unísono en esa inmensa paleta llamada tierra. Ahí me
aferro a su presencia irrefutable, como el recién nacido se aferra
al latir del corazón de quien le ha traído a la vida; y
entablo un cordial diálogo de emociones y sentires que liberan,
sanan y reconvierten mi existencia transponíendola por instantes.
Como si todo aquello que desconozco se hiciera presente por momentos,
haciendo palpable solo ese amor inmenso derramado en un instante. Entonces
me gustaría detener el tiempo para siempre, pero su mirada no deja
germinar mi egoísmo y el día avanza imparable.
Todo me habla de su amor incondicional
y libre, amor en gratuidad absoluta. Su Verdad insondable se dice, no
obstante, y a modo de guiño provocador, en cada destello de
creación; y de forma irrevocable en el Ser Humano; a pesar de él.
Él ha salido de sí derramando su interior en cada uno de nosotros
para hacernos capaces de nosotros mismos y capaces de Él. Él en
nosotros, nosotros en Él, un todo que de su plenitud participa.
¿A caso yo desaparezco, entonces? No,
todo lo contrario; me reafirmo en mi realidad. Soy más yo cuanto Él
se dice más en mi. Por esto puedo, aunque solo sea, intuirle; hablar
con Él, hablar de Él, íntimamente, aunque de forma torpe y
limitada. Más aun, siento que lo vivo por momentos con la intensidad
desbordante que produce su abrazo cálido y lleno de ternura. Está
conmigo, lo intuyo y lo presiento. Él es, y no otro, el camino de mi
plenitud y de la tuya, de mi realización y de la tuya; la
explicación de lo que soy y lo que somos; encontrarle a Él en mi,
para encontrarme, saberme y conocerme; para poder mirarme y mirarte a
ti, como eres, y aceptarte; para poder decirnos como real y
esencialmente somos.
Por esto, la mejor y más santa
adoración, la oración perfecta, anda lejos de la hueca palabrería que se repite, pues es “ser (o intentar ser) lo que
realmente somos, reflejo del amor de un Dios que se despoja de sí
mismo para que seamos, indiscutible e irreductiblemente, realidad
total de su amor derramado”; y esto, incumbe toda nuestra vida. Por tanto, ese amor es esencia
constitutiva de lo humano. Por ese amor, el Ser Humano es realidad
consciente y trascendente, un querer ser continuamente; realidad
inacabada que anhela acabamiento; nunca clausurada; algo mucho más
que polvo. Por ese amor, afirmo que jamás volveré al polvo, aunque
el discurso en el que me digo se destruya; pues cada uno de nosotros
somos radical y realmente otra cosa con respecto al abismo de la
Nada. Somos polvo, si; pero también intimidad de un Dios que se dice
en nosotros, y a Él nos volveremos en algún momento, en diálogo nuevo y
eterno.
Así, como ya dijera alguien hace
tiempo, llegamos a ser y somos teología y predicación del Misterio,
pues en cada uno de nosotros Dios se dice y nos dice acerca de si
mismo.
Rvdo. Juan Larios
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