sábado, 21 de julio de 2012

Obstáculos añadidos


La palabra “adversidad” no figura en el Nuevo Testamento, la más parecida es la palabra “contrario”. Lo opuesto, lo que se opone a la acción que queremos realizar.

Y la barca estaba en medio del mar, azotada por las olas; porque el viento era contrario”. (Mateo 14:24)

Una de las cosas que más me desagradan de esta crisis; y son muchas, es que me hace odiar. No puedo evitarlo, saca de mí lo más oscuro. Admiro a las personas capaces de a pesar de todo, no perder la vía trascendente y armoniosa, pero en mi caso, la percepción de la injusticia despierta mi ira. Entonces percibo que estos tiempos no son solo un tiempo de pensar en lo económico, sino que además es un problema de más envergadura.

En tiempos de bonanza es fácil teorizar acerca de las virtudes, de la paz, del amor, de la tolerancia. Pero las cosas son diferentes cuando nos enfrentamos al individuo que somos realmente. La reacción defensiva en ocasiones puede ser agresiva, y nos sentimos agredidos por un sistema económico que se hunde por motivos que no vienen al caso. La respuesta debiera de ser pacifica, si realmente deseamos continuar el camino trascendente que nos conduce a Dios. Y es cuando nos encontramos con el aspecto oculto y primitivo de nosotros mismos, el enfado, la frustración, percibir que nos han robado nuestras esperanzas materiales, que nos han robado el futuro esperanzado, que unos desconocidos y su deseo de enriquecimiento sin límites, nos han robado a nosotros y a nuestros hijos la posibilidad de vivir felices.
La dualidad queda patente cuando la ira vence a la templanza. Y quedamos reducidos a ser lo que sobrevive al conflicto de la dualidad. Lo luminoso es cubierto por el velo oscuro de la sombra, y la tenue luz restante es lo que somos.
Es también un reduccionismo forzado por la realidad; o de lo que consideraba real, como si llenáramos una azucarera hasta más allá del límite de su capacidad, y con cuchillo pasáramos por el canto del envase su filo, cayendo el azúcar sobrante sobre la mesa. Así quedamos reducidos a lo que somos realmente.

Y la consciencia por en medio, testigo de ese duelo. Consciencia que después de todo, es la puerta a nuestro yo real, y es en el combate de la dualidad en donde su presencia es más evidente, como un testigo ajeno a nosotros, siendo quizá el aspecto más importante de nosotros mismos, pues juzga, razona y determina.

Incluso Pablo de Tarso era consciente de ese conflicto y al parecer él también lo sufría, se hace más doloroso cuanto más rechazas la sombra habita en nosotros, como si fuera una entidad ajena y extraña. Al final es la sombra la que protagoniza nuestra atención:
Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mi”. (Romanos 7:20)

Habla del pecado que habita en él, en sus miembros y necesariamente en su mente, y lo hace en tercera persona, como un testigo sufriente de las cualidades oscuras que rechaza. Si no tuviera consciencia de sus sombras, estaríamos ante un psicópata, pues el hipócrita es consciente de ellas pero las cubre con un velo de mentira.
Esa consciencia dolorosa es benéfica pero terrible, mayor cuanto más crece la voluntad de eliminarla y de ser todo luz. Asi el dolor, es una consecuencia de la consciencia despierta y cincela como si de la mano de un artista se tratara, la imagen real de lo que somos.

La resistencia al esfuerzo trascendente, que nuestro aspecto más oscuro o involucionado ejerce sobre nuestro psiquismo, ese “demonio interior” nos evita la autocomplacencia y nos reduce a lo que somos, nos recuerda nuestra condición, como el personaje ubicado tras los cesares en los desfiles portando la corona de laurel, recordándole al caudillo su condición de mortal en medio de las aclamaciones de la multitud. Incluso Cristo tuvo ese enfrentamiento con sus sombras, las tentaciones del diablo determinaron su medida y su nivel de perfección. Todos pues tenemos en nuestro viaje a Dios, la cita ineludible con nuestros demonios examinadores.

Vicente Rocamora


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